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Réquiem para Raúl Ruiz

Por Adolfo Vera –desde París - Francia

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Raúl Ruíz
Raúl Ruíz

Raúl Ruiz está muerto. La frase suena con la frialdad de lo que connota: la muerte. Más allá de lo que el lugar común señale (los artistas son inmortales, su memoria no desaparecerá de la conciencia de los pueblos, y todas esas, en el fondo, figuras retóricas que la historia del discurso fúnebre ha impuesto a la cultura), la evidencia de la desaparición se impone: él no estará más ahí, jamás –entiéndase bien: jamás- volveremos a ver una nueva obra firmada (y la firma refiere, en cualquier caso, a la muerte, desde siempre) bajo su nombre, y sobre todo los que teníamos la suerte de hablar con él por teléfono, de beber un vaso de vino escuchando sus teorías dignas de un personaje de Borges (esa erudición sin límites, mezcla de datos innumerables e invención poética a la vez), sabemos que eso ya no será posible –entiéndase bien entonces: Raúl Ruiz está muerto.

Esto quiere decir –y aquí no es fácil combatir la retórica del discurso fúnebre- que ha desaparecido un espíritu sin igual. Pues yo pienso que es un error definir a Raúl Ruiz como un “cineasta” (en verdad, es un error definirlo de la manera que sea). Se trata de un “espíritu” en el sentido decimonónico del término: escritor, filósofo, teólogo, poeta, dramaturgo, humorista, actor, y claro, cómo no, también cineasta. El cine fue para él –para utilizar la definición de Alain Badiou- un “arte del pasaje”: una posibilidad estética que le permitía expresar todas esas inquietudes, y “pasar”, gracias a la técnica cinematográfica, de una a la otra, y esas inquietudes podían ir desde las teorías matemáticas de Gödel (en quien se inspira para estructurar el montaje de esa sinfonía que es El tiempo recobrado, versión de la obra fundamental de Proust) hasta sus apreciaciones sobre la música experimental contemporánea, pasando por las teorías del sociólogo Zigmunt Bauman o las tesis teológico-pornográficas de Pierre Klossoswki. Sin olvidarse, claro está, de las prácticas de brujería de la Sociedad secreta del sur de Chile llamada La recta provincia (título de una de sus series para la televisión chilena), o de sus análisis del lenguaje del campesinado, y del pueblo en general, chileno (y aquí coincidía con las preocupaciones de otro cineasta mayor de nuestro tiempo, Pier Paolo Pasolini).

 

Desaparece con Ruiz un tipo de intelectual y de artista que ya no existe en nuestro tiempo. En su generación hubieron varios de ese tipo: baste con recordar a Enrique Lihn, Armando Uribe y Alejandro Jodorowski. En ellos el juego se transformaba en valor existencial (y por ende, estético) fundamental, y se trataba de un juego que debía asumirse hasta sus últimas consecuencias: todas las formas recibidas deben cuestionarse, el mayor respeto a la tradición (y para Ruiz sólo había un modo de respetar la tradición: leer, leer y leer), es el de, justamente, no respetarla (porque se la conoce a la perfección). Desde sus primeras producciones, básicamente Tres tristes tigres (1968) hasta Los misterios de Lisboa (2010) Ruiz hizo del cine un arte de la magia, en el sentido alquímico del término (es decir, en tanto arte que consiste en crear un nuevo organismo, por definición monstruoso pues artificial, a partir de elementos materiales dados: la película, la luz, el tiempo y el movimiento, organizados gracias a un saber artesanal, el del montaje). No es de extrañar que Ruiz se refiera más de una vez a la obra Ars magna lucis et umbrae (1645) del padre jesuita alemán Athanasious Kircher, obra que es una de las primeras en sintetizar el mecanismo de la Linterna mágica, el fósil más antiguo del cine. Esta definición mágica del cine será definida ya desde sus inicios por uno de los grandes maestros de Ruiz, Meliès. Pues el cine –como ya definía Kircher a la linterna mágica- no es otra cosa que el arte mágico de, gracias a un aparato, producir seres propiamente espectrales (simulacros en el sentido etimológico griego de la palabra, es decir, “phantasmas”) producto de las relaciones complejas entre la luz y la sombra. Es en este sentido en el que Ruiz, en su texto Poética del cine –que ya se ha convertido en un gran clásico de la teoría cinematográfica contemporánea-, postula la posibilidad de un “cine chamánico”: un cine que, volviendo a sus componentes técnicos y formales básicos (pues finalmente ver una película no es otra cosa que participar de un rito, junto a un grupo de “iniciados” que se dejarán transportar por el “pharmakon” (la droga que permite la comunicación con el más allá, y que en este caso es todo el mecanismo que permite la proyección de 24 imágenes por segundo en una sala oscura) gracias a las dotes encantatorias del chamán). Esto implicó para Ruiz una batalla de larga data en contra del modelo aristotélico en 3 actos (un inicio de la acción, un clímax, un desenlace), que la industria norteamericana impuso rápidamente al resto del mundo y que Ruiz definió como “Teoría del conflicto central”. Lo que a Ruiz le interesaba era, por ejemplo, presentar acciones sin desenlace alguno, o clímax puros surgidos de la nada: se trataba finalmente, como él decía, de que cada plano fuera un film y que lo que solemos llamar “film” en realidad fueran cientos, miles, infinitos films. En una de las últimas conversaciones que tuvimos en su departamento de la Avenue de Belleville en París, Ruiz me explicó largamente cómo aquello él lo comprendía desde el Ars combinatoria creado en el siglo XIII por el teólogo catalán Raimundo Lull, quien perfeccionó la técnica de la nemotecnia y formuló un sistema que es un antecedente directo de los de Leibniz y Newton, muy posteriores. Y es en ese sentido técnico, justamente, que el cine es para Ruiz un “un arte de la memoria” (razón por la cual, como todos los críticos serios han notado, él y sólo él podía lograr lo que parecía imposible: interpretar cinematográficamente la obra de Proust). Una película como Combate de amor en sueño (2000) está de hecho enteramente estructurada a partir de las teorías de Raimundo Lull.

 

Es en tal sentido que igualmente el cine para Ruiz debe ser entendido como un “arte de la invocación de los muertos”, un “arte de espectros”. Ruiz lo explicaba de la siguiente manera: cuando vemos en la pantalla a un actor que sabemos muerto y (supuestamente) bien sepultado, hablar, reír, comer, caminar y besar, lo que allí vemos, ¿cómo puede definirse sino cómo el retorno de un muerto-viviente, la aparición de un espectro? Esto quiere decir igualmente que cuando vemos en la pantalla a un actor que sabemos vivo, no vemos otra cosa que la imagen que tendremos de él cuando esté muerto, fijada por este arte mortuorio que es el cine. Pero la espectralidad en Ruiz tiene un momento esencialmente político, pues es el modo de estar en el mundo de un exiliado que vio como todo un proyecto de sociedad y de existencia era derrotado y se transformaba en otros tantos fragmentos de espectros a invocar, gracias a la memoria. Y si Ruiz es, como desde el inicio dijeron los críticos (ver a este respecto el libro de Christine Buci-Glucksman, L’oeil baroque de la caméra o el de Richard Bégin, Baroque cinématographique), un artista barroco, no es únicamente en virtud de esa capacidad de descentrar toda estructura tan propia a su obra, sino que, filosóficamente, consecuencia de este pensamiento del cine como un “trauerspiel” (un “drama de duelo” como definieron al teatro los dramaturgos alemanes del s. XVII). Si Ruiz fue un lector casi obsesivo de Calderón de la Barca, al que adaptó teatral y cinematográficamente, es pues pensaba que el carácter de “sueño” de la existencia obedece a su carácter esencialmente cinematográfico: si la “vida es sueño”, entonces “la vida es cine”.

 

Pero, ya lo decíamos, la muerte también lo es y esa obra monumental que es su última película, Los misterios de Lisboa, lo refleja de una manera dramática. Cuando Ruiz la filmaba el año pasado, le descubrieron un cáncer fulminante y le diagnosticaron, literalmente, algunos meses de vida. Ruiz, antes de someterse a la única opción que había (la de un transplante de hígado, lo que no le daba mas de un 20% de chance de vida) aprovechó para terminar su película. Eso se ve perfectamente en las cuatro horas y media de film, en esos planos larguísimos que recorren viejos objetos bajo un claroscuro digno de Rembrandt, calaveras, naturalezas muertes, anamorfosis; pero lo que se observa igualmente es cómo el cine no puede sino ser un arte vitalista (optimista en el sentido de quien acepta con gozo y humor a la muerte), un arte de hacer vivir y morir a seres imaginarios que no son otra cosa que espectros. Hacer esa película, dijo Ruiz, lo salvó de la muerte, y se aprestaba, como siempre, a filmar otras decenas todavía, a sumar a las más de cien que hizo (algunos dicen que son en verdad más de 200, aunque, a decir verdad, ni él mismo sabía cuántas había hecho).

 

Sin embargo, la muerte, cómo no, triunfó y ahora está muerto. En lágrimas lo decimos, y en lágrimas lo despedimos ayer, en un día soleado de París, junto a los actores, amigos y admiradores que sentimos que nuestra vida cambiaba gracias a él. En un bello discurso, su productor y amigo Paulo Branco contó que una de las últimas frases que Ruiz dijo a su mujer fue: “parece que ahora tengo que dormirme, sin embargo, no se olviden de despertarme”. Ahora es lo que haremos, sin duda, ahora que él es un espectro y nosotros nos dedicaremos a invocarle. Por ahora, en lágrimas, no queremos pensar en que esté dormido. Adiós, Raul Ruiz. Adiós, MAESTRO.

 

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