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Opinión

La imagen política: arte y desaparición.

Por Adolfo Vera – desde Valparaíso - Chile

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

Cuando se llega a la explanada de entrada al edificio que alberga al Museo de la Memoria y los derechos humanos en Santiago de Chile, institución inaugurada en enero de 2010 por la ex -presidenta Michelle Bachelet y que tiene por misión la exhibición de documentos relativos a las víctimas del terrorismo de estado que el país sufrió durante 17 años, dos posibilidades se ofrecen al visitante: entrar al Museo por la puerta que lleva al hall de entrada y comenzar la visita como en cualquier museo, o descender hacia una suerte de caverna o cueva especialmente construida para contener la instalación de Alfredo Jaar “Geometría de la conciencia”.

Eligiendo esta opción, el visitante entra en una pieza oscura y minúscula cuya puerta hermética se cierra una vez que él ingresa allí. Dos o tres minutos de total oscuridad se siguen. Después, progresivamente, se comienza a percibir un poco de luz, y, en un muro ubicado justo al frente, siluetas apenas iluminadas comienzan a aparecer, hasta que uno cae en la cuenta que la luz proviene de las siluetas mismas, las que recuerdan a aquellas que durante el siglo XVIII eran producidas gracias a la técnica del fisionotrazo. Desde cada lado del pequeño habitáculo, espejos producen un efecto de desmultiplicación de perspectivas infinitas, y de pronto una cantidad innumerable de siluetas de rostros aparece. Después de 5 o 6 minutos, la puerta se abre y somos invitados a salir.

                Más allá de las críticas que podemos –y debemos- hacer respecto a una cierta voluntad de “museificación” del pasado reciente de Chile, voluntad que puede verificarse en la museografía que busca en alguna medida hacer aparecer los documentos exhibidos –cartas, films documentales, registros sonoros y audiovisuales, objetos fabricados por los prisioneros de los campos de concentración- como piezas de un museo de antropología o de Bellas Artes, más allá de insistir o profundizar en estas críticas, hemos querido comenzar refiriéndonos a esta instalación de Jaar pues nos parece que ella representa la situación de los desaparecidos en el contexto de aquello que, vagamente, llamamos “conciencia nacional” (esta conciencia que, para nosotros –y en ello insistiremos aquí- no puede sino describir una geometría fantasmal, y por tanto se anula en tanto conciencia clásica, propia a la Ilustración, abocada por tanto a la claridad y distinción de los principios). De hecho, Jaar ha querido “representar” – utilizo aquí las comillas- a los detenidos desaparecidos de Chile. Para ello, ha retomado los retratos que pueden encontrarse en los alto de un muro de una enorme sala del Museo, y que forman una suerte de mosaico fuera de alcance, y que vemos y volvemos a ver durante toda la visita como si estuviese suspendido en el cielo. Jaar tomó igualmente fotos de los paseantes de las calles del centro de Santiago, que transformó en siluetas tal como los retratos de los desaparecidos. Jaar ha comprendido entonces el estatus espectral de los desaparecidos, tal como las Madres y los artistas que produjeron, en 1983 en Argentina la experiencia estético-política denominada Siluetazo. Como sabemos, durante ésta, las Madres de la Plaza de Mayo exigieron que las siluetas que representaran a sus hijos desaparecidos no aparecieran como cadáveres –no había que representarlos en el suelo-, y sin poseer tampoco rasgos que pudiesen hacerlos aparecer como vivos. Pues ellos –desaparecidos- no estaban ni vivos ni muertos, eran entonces fantasmas. A esto, la instalación de Jaar parece agregar la idea según la cual los desaparecidos “están entre nosotros”, en una suerte de espacio intersticial que no es comprensible por la conciencia clásica, tal como según Freud ocurre con los fantasmas. Esta “presencia” sobrepasa entonces cualquier concepción de una realidad homogénea determinada según una lógica temporal clásica, la que debe abrirse entonces al anacronismo y al “retorno” y asedio del espectro.

                Quisiera mencionar aún otro hecho que, hace algún tiempo, volvió a confirmar esta “realidad” fantasmal propia a los desaparecidos. La nueva ley electoral según la cual desde ahora la inscripción en los registros electorales es automática y voluntaria, ha creado una situación que hizo noticia hace poco más de un año: cientos de detenidos desaparecidos, con más de 18 años y no estando legalmente declarados muertos, fueron inscritos automáticamente en los mencionados registros. Se trata entonces, literalmente, de una “política de los espectros”, la que no podrá ser nunca más determinada por la “presencia” en la plaza pública o por la manifestación del daño en el contexto de declaraciones en el ágora –concepción aristotélica que sigue siendo la de Jacques Rancière- sino más bien por una existencia cuya ontología deberá llevarnos a desarrollar en profundidad (no tengo tiempo de hacerlo aquí) la cuestión estético-política de la espectralidad. Esta política implica entonces que debemos contar con los desaparecidos como con un “más de uno” del cual habla Derrida en Spectres de Marx, es decir aquellos que vienen a desestabilizar para siempre la temporalidad de la polis, sometiéndola a la lógica del retorno del espectro, la que no podrá nunca más volver a ser determinada por conceptos como el de “aparición” o el de “presencia”.

                Volvamos a la instalación de Alfredo Jaar. La pequeña habitación en la que se produce la experiencia de la aparición fantomática –y no debemos olvidar que decir esto es, etimológicamente hablando, una tautología, puesto que el phantasma griego está al origen tanto de “aparición como de “fantasma”- se encuentra en una suerte de cueva situada bajo el Museo propiamente dicho. Nos parece que una filosofía de la desaparición (centrada en los fenómenos estéticos y políticos en su conjunción) debe desarrollar, en este contexto de análisis, la idea –que uno encuentra en los psicoanalistas de origen húngaro Nicolas Abraham y Maria Tork-  según la cual el lugar de los fantasmas es una cripta, lugar psíquico en el que los objetos incorporados y no introjectados (es decir, ingeridos, comidos en tanto que representaciones de objetos) permanecen en tanto los espectros de otro. Podríamos entonces postular que la experiencia que Jaar ha querido hacer vivir a los espectadores de su instalación es la de una cripta vivida como cámara oscura en la que se constituyen las imágenes que configuran la geometría fantasmal de nuestro país. Una filosofía política de la desaparición exigiría entonces una filosofía política del espectro, y entonces una filosofía política de la imagen.

                Es aquí entonces que una reflexión en torno al arte, al cine y a la literatura se nos aparece como una exigencia filosófica. No únicamente –y ésta no es en cualquier caso una de las razones menos relevantes- por cuanto la imagen pone en juego todas las complejas relaciones entre presencia y ausencia que la noción de “huella” (trace) en Jacques Derrida expresa, sino que igualmente puesto que la experiencia estética, sobre todo cuando ella se acerca –como es el caso en casi todo el arte político de nuestra época – al documento y al archivo, es tal vez la mejor preparada para hacernos partícipes de esta experiencia de la ceguera y de la interrupción del sentido que es la experiencia del testimonio.

                Ahora bien, la experiencia estética, tal como lo ha mostrado J. Rancière, es por definición política, puesto que ella pone en evidencia (en imagen) re-partos de lo sensible –relaciones entre lo que puede ser visto y dicho, y lo que no- en un momento determinado y en una situación histórica particular. Entonces, cuando esta situación es aquella de una crisis radical al interior de ese re-parto  -puesto que lo que debe ser dicho no puede ser visto más que en las condiciones de ambigüedad que son las propias a la inscripción fantasmática de la huella- el arte debe, como señala Lyotard, “torturar a la representación”. Muchas obras, sobre todo de carácter performático, de artistas chilenos de los años 80’, podrían aquí citarse como ejemplos.

                En este sentido, el arte adquiere no una capacidad terapéutica cualquiera –estamos aquí bien lejos de la “mística” de un Joseph Beuys- sino la capacidad de acoger esos afectos no ligados (sin cuerpo, sin rito, si superficie de inscripción) que “erran” como espectros. Algunos artistas latinoamericanos contemporáneos como Marcelo Brodsky, Gustavo Germano, Ana Tiscornia, Carlos Altamirano y otros intentan dar una imagen –la imago para los romanos era un retrato de cera que los ciudadanos llevaban en los funerales de los personajes importantes de la ciudad- que pueda indicar que el lazo social fundado en la co-presencia de los actores políticos ha sido roto para siempre, y que por tanto habría que inventar otros, espectrales.

                Esta invención es por definición política, pues ella concierne una redefinción del socius. Es por ello que los artistas mencionados han utilizado privilegiadamente a la fotografía y a sus desplazamientos como medio, ya que este aparato (usando el término en el sentido de Benjamin y de J.-L. Déotte) transforma a la sensibilidad sometiéndola al juego entre huella y aura que pone fin a una época (la clásica) de la representación. La fotografía, que transforma al mundo en documento y que está a la base de la mayoría de los archivos de la violencia extrema, ha sido el aparato que ha servido para testimoniar, junto a las familias y a los cercanos, de la existencia de los desaparecidos. Es preciso entonces retomar el discurso en torno a la fotografía y redefinirlo teniendo en consideración la esencia propiamente espectral de nuestra época.

                Finalmente, un último desafío vendría dado a partir de una confrontación de la cuestión de la desaparición política, en lo que ella exige de un pensamiento político de la imagen, en el contexto de la nueva situación que determina el reparto de lo sensible propio a nuestra época: el desarrollo, desde hace una treintena de años, de las tecnologías que Lyotard, en la exposición que organizó en el Centre Georges Pompidou el año 1985, llamó “Inmateriales”. Estas tecnologías, que implican lo que Derrida llama el “tecno-tele-poder”, contribuyen fuertemente a lo que se ha denominado como “crisis del referente” y, en lo que se refiere al paso de la imagen analógica a la digital, implican un resurgimiento de la problemática del testimonio –cuestión de la prueba y del simulacro- pero también las del archivo y del documento. Y entonces he aquí la pregunta: ¿qué archivo para los desaparecidos? Los trabajos de Germano, de Tiscornia y de Altamirano son ejemplos que muestran cómo el arte puede hacerse cargo de esta desarticulación de la comunidad. Es preciso, igualmente, desarrollar una teoría del archivo que esté a la altura de las nuevas tecnologías y del dictum derridiano: el futuro es de los fantasmas.

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