Seis banderas diferentes en un control militar. Cada una representa a una milicia sectaria. Grupos armados que combaten juntos contra el Daesh. Fueron los peshmergas kurdos quienes rompieron sus primeras defensas en la zona este de Mosul, mientras los combatientes chiíes de Hashd al-Shaabi se desplegaban por el flanco opuesto, a la espera de que el Ejército iraquí avanzara desde el sur con el apoyo de suníes y cristianos. El mapa de esta ciudad, con las posiciones de unos y otros en diferentes colores, ha sido –hasta la expulsión del Daesh– el mapa de la fragmentación de Iraq 14 años después de la invasión estadounidense.
Nada más entrar en la ciudad te cruzas con la imagen del éxodo: cientos de civiles forman largas colas para escapar. Familias enteras intentan dejar atrás un lugar gravemente herido por los combates. Hay decenas de edificios destruidos o a punto de colapsar, coches retorcidos e incendiados, y niños que sobreviven recogiendo chatarra bélica entre montañas de basura. Cada pocos minutos se escucha la explosión de obuses que levantan grandes columnas de humo. Es una de las respuestas habituales de los yihadistas ante las embestidas del Ejército. Durante las últimas semanas también se intensificaron los ataques con drones y los atentados suicidas. Ataques que no siempre causan muchas víctimas pero que tienen un fuerte impacto psicológico sobre la población civil.
Entre edificios en ruinas, una fosa común con los restos de 15 civiles, muertos en un doble atentado suicida. En Mosul, como en otros muchos lugares del país, los cementerios están llenos. Según laIraq Body Count, desde 2003 han muerto en el país 268.000 personas, pero un estudio epidemiológico publicado en The Lancet sitúa en 600.000 la cifra total de víctimas. En realidad nadie sabe con exactitud cuántas vidas se han perdido en Iraq en estos 14 años. Los hospitales también están desbordados con heridos de guerra y pacientes que sufren enfermedades relacionadas con la falta de suministros básicos. Faltan camas y faltan medicamentos. Soran Ahmad, médico de urgencias, nos cuenta que no ha cobrado su salario desde hace tres meses. A las puertas de su consulta espera una mujer con su hijo en brazos. Es solo un crío con graves quemaduras por la explosión de una granada. Tiene la cara tan desfigurada que no se le ven los ojos. Ni siquiera puede llorar.
Cientos de miles de civiles han tenido que abandonar sus casas en Mosul desde que comenzó la operación militar. La mayoría están refugiados en 13 campos y hay siete más en construcción. Casi todos han visto la muerte de familiares, amigos o vecinos, o han sufrido en sus propias carnes la justicia medieval del Daesh. Como Abdelramán, al que acusaron de robar 35 dólares, como pretexto –dice– para castigarlo por sus tatuajes y su ropa occidental. Cuando le preguntamos por la condena saca del bolsillo derecho el muñón de su mano amputada.
Otros civiles cuentan que no han huido del Daesh sino de la ofensiva militar. Sahida, madre de cinco hijos, recuerda que fueron milicianos chiíes quienes les robaron su ganado. Era el único sustento de la familia y únicamente pide que le devuelvan sus ovejas. En su tienda de campaña hay varias cazuelas pero ni rastro de alimentos. La mayoría de refugiados denuncian que llevan días sin comer. En Mosul se acumulan las urgencias y la ayuda internacional es insuficiente.
El final de la ofensiva
Este era el contexto de la ofensiva sobre Mosul en su recta final. El Ejército iraquí y sus aliados combatiendo al Estado Islámico en las callejuelas del centro histórico, la parte más difícil de la operación porque 400.000 civiles estaban allí atrapados. Sin agua corriente, ni electricidad y con cada vez mayor escasez de alimentos. En primera línea de los combates, las fuerzas antiterroristas de la policía iraquí, una unidad de élite que ha pasado de ser investigada por crímenes de guerra a liderar la ofensiva contra el Daesh. Un Swat Team que seleccionó a sus reclutas con dos criterios principales: haber sido herido físicamente en atentados terroristas, o emocionalmente, por el asesinato de un ser querido. Así que muchos deben sentir algo parecido al deseo de venganza.
En el arcén de una carretera continúan los autores del último atentado suicida. Intentaron embestir a una unidad del Ejército, cargados de explosivos, a bordo de una motocicleta. Ahora militares y paramilitares maltratan los cadáveres. Les dan patadas en la cabeza y se suben encima de sus torsos inertes para hacerse selfies. Como si fueran trofeos de caza. Un espeluznante retrato de la deshumanización.
La expulsión del Daesh es solo el principio de un desafío mucho más complejo. Sobre esta operación se ha impuesto un falso relato que repite errores y mentiras del pasado. A las 00.00 horas del 20 de marzo de 2003, George W. Bush anunció por televisión que había autorizado la invasión para “liberar” a los iraquíes y defender al mundo de un grave peligro. Resulta obvio que nada de eso ocurrió.
¿Liberación de Mosul?
Ahora vuelve a hablarse de la “liberación” de Mosul como si la catástrofe que se vive allí y en otras ciudades del país pudiera ser resuelta exclusivamente por la vía militar. En 2003 muchos periodistas nos preguntamos cómo se consigue mantener la ocupación de un país sin el apoyo de buena parte de la población. Y ahora, salvando las distancias, deberíamos preguntarnos algo parecido con respecto a Mosul. ¿Cómo se mantiene secuestrada una ciudad de un millón de habitantes durante dos años? La historia demuestra que no hay grupo guerrillero –y el Estado Islámico actúa como tal–, que pueda permanecer en el poder únicamente con el uso y/o abuso de la fuerza. Es cierto que la mayoría de la población ha resistido en Mosul para sobrevivir en unas circunstancias extremas porque los yihadistas utilizan a civiles como escudos humanos. Hay que tener mucho valor para escapar cuando te enfrentas a una muerte casi segura.
Sin embargo, recorriendo las calles, es inevitable preguntarse cuántos de sus vecinos toleraron o aprobaron las atrocidades del Daesh. El tendero de la esquina probablemente vendió pan a los yihadistas. Y el peluquero posiblemente les recortó las barbas. Es inevitable pensar en las razones que transformaron a ciudadanos comunes en desesperados seguidores del Estado Islámico o incluso en despiadados asesinos. Algo que ya vimos en los Balcanes y antes describió como nadie Hannah Arendt.
¿El final del Daesh?
La expulsión de Mosul es, sin duda, un duro golpe para el Daesh. La organización pierde su principal bastión en Iraq, donde surgió como resultado de la fragmentación del país, y se fortaleció con el desmantelamiento del Ejército hasta convertirse en una amenaza global. Y aquí estaba también la mezquita (ahora destruida por los yihadistas) donde Abu Bakr al-Baghdadi se autoproclamó califa de todos los musulmanes. Es derrota simbólica con la que perderán atractivo para sus millones de seguidores en todo el mundo.
El Daesh pierde también el control de los pozos petroleros que rodean la ciudad. Parece una paradoja, pero el petróleo –objetivo principal de la invasión estadounidense en 2003– fue utilizado por el grupo terrorista como fuente de financiación en primer lugar, y después como arma de guerra. Los yihadistas prendieron fuego a todos los pozos en la ciudad de Qayarah antes de retirarse en agosto. Meses después, siguen ardiendo, y de cada uno de ellos se levanta una enorme columna de humo negro. A medida que te acercas parece anochecer aunque falten horas todavía para que se ponga el sol.
Sin embargo el Daesh seguirá teniendo en Raqqa (Siria) su capital organizativa. Allí están sus campos de entrenamiento y principales depósitos de armas. Nada indica que la pérdida de Mosul signifique el final de la organización armada ni tampoco el final de la violencia en la segunda ciudad más importante de Iraq. El Estado Islámico pasará a la clandestinidad como ya hizo antes en Fallujah, Tikrit o Ramadi, al ser expulsado de estas ciudades. Dejará de ser gobierno para regresar a la insurgencia, un papel en el que ha demostrado ser efectivo porque sus miembros se entrenaron durante la post invasión de Iraq, y que coloca a la población civil en una situación de gran vulnerabilidad. De nuevo pueden volver a ser frecuentes los grandes atentados en mezquitas, procesiones o mercados.
Para estas actividades terroristas puede contar todavía con muchos túneles excavados por toda la ciudad. Orificios de grandes dimensiones que comunican unos edificios con otros y que utilizaron para desplazarse o lanzar ataques sorpresa. Estremece imaginar la tenacidad y determinación de estos fanáticos picando piedra durante ¿meses? Y lo más importante: después de la expulsión del Daesh, seguirá en Mosul el eje motor de la radicalización y el reclutamiento: una brutal combinación de pobreza extrema, colapso de las infraestructuras, legítimas reivindicaciones suníes contra el Gobierno de Bagdad, falta de derechos y libertades y severos traumas psicológicos en una generación que solo ha conocido la guerra.
La vía política será más importante que nunca, para que la población suní pueda ser escuchada, y vuelva a confiar en las fuerzas de seguridad. Es ahí donde se decidirá, de verdad, la victoria o la derrota en la batalla de Mosul. Porque fuera sigue habiendo un gran mercado de extremistas que ofrecen protección y sustento. Y al salir de la ciudad lo recuerdan seis banderas diferentes en un control militar.
Vicent Montagud
La Marea
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