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Cuento: “Historias Urbanas”... (VIII)

Cartas Perdidas...

Por J.I.V.

miércoles 12 de abril de 2017, 01:41h
Anselmo miró con resignación el reloj y viendo que eran ya las 12 del mediodía pasadas, pensó que a esa hora era poco probable que la encargada de repartir el correo en la Residencia le trajera alguna carta rezagada. Hacía ya muchos días que no recibía nada y ya antes de llegar al mostrador de informaciones supo por el gesto de la encargada que otra vez no había nada para él. ¿Cuántos días llevaba sin recibir ninguna noticia de nadie?... muchos... tantos, que no podía recordar con exactitud cuando fue la última vez en que se deleitó leyendo a solas, aquella carta que recibió.

A Adriana, la simpática chica de la recepción le caía bien Anselmo. Siempre tan comedido y atento. Le daba pena comprobar que pasaban semanas sin que su casillero recibiera correspondencia. En los casi dos años que llevaba trabajando en la Residencia de Ancianos no había conseguido entender que pese a esperar con tanta ansiedad la llegada de alguna misiva Anselmo no la leyera de inmediato y prefiriera guardarla en su bolsillo para –con seguridad-, disfrutar más tarde en la intimidad de su cuarto, con la lectura reposada de cada línea y palabra.
Decepcionado por enésima vez, Anselmo volvió a su asiento de la pequeña sala de visitas y conversando consigo mismo añoró aquel tiempo cuando recibía montones de cartas, tantas, que casi no tenía tiempo para contestarlas.

Siempre, se dijo -mientras comenzaba a sumergirse perezosamente en sus recuerdos navegando por el pasado-, He deseado recibir cartas, muchas cartas. Hasta intenté cuando era apenas un chaval, ingresar como empleado en la oficina de Correos de mi pueblo para estar cerca de ellas, pero –recordó con amargura- No pasé el examen de selección.
El jefe de la oficina por alguna razón que nunca supe, no quería un empleado que de buenas a primeras decía tener tanto amor al trabajo de Correos. Nada bueno puede esperarse de alguien así -pensé que habría concluido el jefe aquel- cuando secamente me dijo: “En Correos, no hay lugar para Ud. porque”, -agregó- “lo corriente es que las personas que vienen buscando trabajo en una oficina pública lo hagan por el interés de conseguir un puesto fijo para toda la vida y no intentando de entrada, convencer que vienen a trabajar porque les gusta”.
Me puse entonces a revisar los periódicos y las secciones de los “corazones solitarios” en busca de gente ansiosa por escribir y que le escribieran. Encontré cientos de personas pero mi decepción fue grande: me contestaron muchas mujeres y todas a quienes volví a escribir, al cabo de la tercera carta ya querían saber si mis intenciones eran “serias” y yo -fiel a mi forma de decir las cosas- les decía de inmediato que mis propósitos no eran ni el matrimonio ni una amistad íntima; lo mío era simplemente, puro amor a las cartas, puro y simple amor a la correspondencia, ese placer enorme que se siente cuando revisas tu buzón y ves que hay muchas cartas aunque sean de publicidad o de ofertas de alimentos para perros y gatos.
Cuando me falló lo de la sección de “corazones solitarios” recurrí a los clubes de amistad por correspondencia donde imaginaba, habría otros como yo con la idea de recibir muchas cartas. Pero tampoco esta vez tuve suerte. La inmensa mayoría de los que escriben a esos clubes de amistad, están un poco sonados; son personas muy extrañas; conocí por ejemplo a un señor mayor que era muy elegante y fino a la hora de escribir y su forma de expresarse me hizo pensar en una persona de modales muy refinados razón por la cual, no puse ningún reparo cuando en una de sus misivas, me invitó a que nos conociéramos personalmente.

Fui a la cita muy esperanzado de que al fin conocería a alguien que como yo, tenía tanta afición a la correspondencia. El señor Amadeo (ese era su nombre) resultó ser un poco mayor de lo que me había dicho en sus escritos ya que aparentaba por lo menos 15 años más de los 55 que dijo tener. De aspecto cuidado y elegante era sin embargo como de otra época. Parecía no pertenecer al tiempo en que estábamos. Su ropa, aunque de buena calidad, era antigua y lo mismo sus zapatos, sombrero y bastón.

Al principio todo pareció normal pero lo que no me gustó fue que me dijera que su afición a contestar cartas era solamente un truco para conocer hombres jóvenes para luego, amarlos intensamente –que fue la frase que usó-. A mí me molestó porque me pareció una mentira enorme y sobre todo, una falta de respeto a una distracción y ejercicio del alma y del intelecto como es escribir y recibir cartas. De manera que poniendo rápidamente una prudente distancia entre aquel vejestorio y yo me alejé decepcionado. A mí me gusta escribir y recibir cartas pero, nada más...
Luego conocí a la señora Dora, una dama encantadora que también insistió en conocerme. Le había gustado –dijo- mi forma de expresar las ideas de manera que cuando me invitó a visitarla en su apartamento de la parte alta de la ciudad no tuve ningún recelo. Mis preocupaciones comenzaron cuando nada más llegar, sacó una gruesa llave de su bolsillo y echó doble vuelta en la cerradura. “Es por precaución” –dijo- “No vaya a ser que alguien entre mientras estemos allí dentro”, señalando con la mano una habitación contigua cuya puerta estaba cerrada. Acto seguido me hizo pasar al salón y me pidió que la aguardara un momento mientras se ponía –agregó- algo más apropiado.
Diez minutos más tarde volvió vestida con un extraño traje de cuero negro muy ajustado que le daba un aspecto diabólico pero más que por el traje, era por la máscara que cubría su cara. Negra y brillante, sólo destacaban por las aberturas que tenía, sus ojos y boca. Calzada con unas botas altas de afilada punta, su aspecto era casi cómico si no fuera porque su actitud se veía peligrosa y por un largo látigo negro y con el cual y sin mediar palabra, me arreó al cuerpo. Mi sorpresa fue tal que apenas tuve tiempo de esquivar el golpe y tratar de huir pero fue inútil ya que en aquella habitación que daba a la puerta de entrada y a la otra que antes me había señalado no parecía haber un lugar de escape y la única llave la tenía la señora Dora de manera que para no enfadarla más y arriesgarme a recibir unos cuantos azotes, tuve que someterme a todas las extravagancias que se le vinieron a la cabeza y cuando me ordenó desnudarme, obedecí sin chistar.
Cuando estuve completamente desnudo, ella se quitó su apretado traje negro y quedándose vestida únicamente con su diabólica máscara negra me obligó a lamerle todo el cuerpo desde el dedo gordo del pié hasta las orejas sin dejar ni un trozo de piel sin pasarle mi lengua y eso no es todo: me obligó a detenerme varias veces en mi recorrido y quedarme allí largo tiempo lamiendo áreas de su cuerpo que por pudor, no me atrevo a mencionar. Al fin cuando me dejó marchar no sin antes prometerle que le seguiría escribiendo y mientras bajaba las escaleras, me dije a mí mismo, que no volvería a enviarle nunca más una carta. Lo que había sucedido era el colmo y me pareció francamente mal. Esto no era lo que yo pensaba de una amistad conseguida por correspondencia y la verdad es que me estaba incomodando de sobremanera. Tenía la lengua completamente irritada y escocida de tanto lamerle el pellejo a la tal señora Dora.

Después de esta experiencia un tanto extraña, decidí que no volvería a escribir más cartas ni a contestar mensajes extraños o invitaciones poco claras. Y así desde aquellos años, los primeros en que inicié mi acercamiento a las cartas y al fantástico y en ocasiones irreal mundo que reflejan, he pasado todos estos años esperando encontrar de verdad a otra persona a la cual le gustase tanto como a mí escribir y recibir pero por desgracia, a la fecha no lo he conseguido y a estas alturas creo poco probable dar con ella.

Detesto el teléfono, creo que la más bella manera de comunicarse es la palabra escrita. Aquella que se piensa y acto seguido se traspasa a un papel y que luego cuando la has escrito resulta tan agradable recorrerla una vez más antes de ponerla en el sobre y echarla al buzón y fíjense que curioso es esto. Cuando releemos una carta, siempre hay algo que se nos ocurre en ese momento para agregar y esto era un verdadero fastidio para mí cuando tenía que escribir a mano ya que de tanto tachar y agregar líneas anexas y párrafos adicionales me quedaban unas cartas francamente feas y por eso cuando en aquellos años (era muy joven entonces), se popularizó la máquina de escribir pensé que por fin mis problemas habían terminado y lo que no sabía, era que recién comenzaban ya que escribir a máquina era más complicado de lo que parecía; hasta tuve que tomar clases de “dactilografía” (así se llamaba) y al poco de aprender a usarla, me di cuenta que la máquina era una auténtica estafa y un timo completo: la condenada escribía con las mismas faltas de ortografía que cuando lo hacía a mano lo cual supuso para mí una auténtica decepción y desde entonces, odio y detesto visceralmente la máquina de escribir y más todavía cuando recuerdo la cara burlona del vendedor que me engañó con la venta de aquel artilugio ya que no quiso admitírmela de vuelta pese a mi reclamo que la máquina, no escribía “correctamente”.

Aunque me agobiaba la dactilografía, pasé mucho tiempo usando la dichosa máquina. Mi pasión por escribir cartas era más fuerte que mi desagrado y durante años todas las noches y en ocasiones hasta bien entrada la madrugada, escribía y escribía. Como la mayoría de los destinatarios a quienes escribía eran unos perfectos desconocidos para mí opté por hacer para todo ellos al comienzo, una especie de carta-tipo (como esas que envían las compañías de seguros a sus futuros clientes) Así, tenía la idea de no equivocarme con ninguno ya que contándoles a todos lo mismo, suponía que me resultaría más fácil retomar el hilo con cualquiera de ellos.

Esta idea que al principio me pareció genial, pronto demostró ser poco práctica. Pasada la primera carta de alguien en particular su texto solía no calzar con la respuesta uniforme que había preparado porque cada persona me respondía de manera diferente y fue así como hace muchos años, me convencí que cada persona es en realidad un mundo distinto. Incluso los hijos de los mismos padres son diferentes y yo lo veo en mi propia familia. A ninguno de mis hermanos (y tengo varios) les gusta escribir cartas.

Yo mismo les he enviado a lo largo de todos estos años, montones de cartas y jamás me han contestado y creo que es porque al igual que al resto de los parientes a quienes en alguna ocasión he remitido una carta, les aburría soberanamente porque siempre escribía de cosas agradables y de lo hermosas que son las flores y de cómo veía desde mi ventana, cuando llegaba y se iba el día.

También les contaba en detalle de los campos vecinos que se tiñen de verde en primavera y cubren de nieve en invierno. Mis parientes al igual que la gran mayoría de la gente prefieren cosas más simples y menos complicadas y comprobé con cierta pena que cuando en ocasión de contarles algunas de las cosas malas que me sucedieron en una época muy negra de mi vida (que prefiero no recordar) parecía que entonces sí les agradaba saber alguna noticia mía y en esa ocasión sí me escribieron pero era siempre por lo mismo: me pedían que les contara en detalle mi vida en aquellas circunstancias. Por ese motivo llegué a pensar que en el fondo a la gente, le molesta recibir buenas noticias especialmente de sus parientes y cualquiera diría que les resulta más cómodo y gratificante, enterarse y conocer tus desgracias al dedillo pero en ese aspecto conmigo, no les ha ido muy bien ya que siempre he sido muy reservado. Odio contar cosas de mi vida privada o personal y no me gusta airear nada; me parece que te despojas de algo muy importante cuando “desnudas” tu alma y creo que nadie tiene derecho a exigirte que cuentes las cosas que para ti son íntimas y personales...
Ahora mismo, en estos últimos dos años que llevo aquí en la Residencia, el único que me escribe de vez en cuando, es el hijo menor de una de mis hermanas y según me han dicho, el pobre chico está algo ido de la cabeza. Aunque todavía es joven, prefiere pasar el tiempo libre en su cuarto leyendo, dibujando y tratando de pintar -según ha dicho mi hermana- “Unas figuras extrañísimas, que no se parecen a nada”. De ahí que mi hermana haya querido llevarlo a que lo vea el médico del pueblo porque dice que “No es sano que un hombre joven como él, se pase el tiempo pintando, leyendo, escribiendo y lo que es peor, hablando y diciendo cosas que nadie entiende”

Quizás a mi pobre hermana, no le falta razón. En alguna de las cartas de mi sobrino, he creído advertir algún atisbo de lo que dice su madre: en una o dos ha deslizado frases preocupantes: ha dicho por ejemplo al describir a una amiga que tiene, “Que en sus ojos y cabellos, se parece a una “refulgente y ondulante medusa”. No creo que sea en extremo preocupante, pero comienzo a entender a mi hermana...
Hubo un tiempo en que casi no escribí y tampoco recibí muchas cartas. Eran años difíciles y en aquella época, cualquiera que recibiera mucha correspondencia, era sospechoso. Más de alguno de mis vecinos podía interpretar de mala manera que el cartero me subiera al piso, fajos y fajos de cartas. En el pueblo incluso (me lo dijo mi hermana un día, muy compungida y asustada) se comenzaba a hablar en voz baja de las verdaderas razones que tendría yo para recibir tantas cartas.

“Ni el señor cura ni el notario reciben tanta correspondencia como tu hermano” dijo mi hermana que le comentó el boticario que era además, el jefe local del correo (el mismo que me impidió en su día, entrar en el servicio postal) y por si fuera poco, este funcionario así como todos los demás estaba obligado a informar a la principal autoridad del lugar, cualquier cosa que le pareciera sospechosa en cualquier vecino y fue así como a partir de entonces, comencé a recibir toda mi correspondencia abierta y llena de tachones de tinta roja hasta que un día, se presentaron dos hombres de muy mala catadura ataviados con trajes grises y largos abrigos negros y espeso bigote. Querían –dijeron-, hacerme algunas preguntas y pocas veces en mi vida, he tenido que responder a tantas y tan absurdas interrogantes, que giraron sin excepción al motivo y origen de tanta correspondencia. Por lo visto para aquellos sudorosos y grasientos funcionarios del régimen recibir 10 o 12 cartas a la semana era inadmisible tomando en cuenta que dos de los próceres del pueblo (el notario y el cura) apenas recibían un par de ellas. Por otra parte, mi “antecedente” de haber intentado con tanto empeño ingresar como empleado en la oficina de Correos algún tiempo antes era preocupante y terminó por aplastar mi caudal de explicaciones. Al igual que el boticario-jefe de Correos, los torvos funcionarios de “informaciones”, tampoco creyeron en mi amor y apego a las cartas.
Las sospechas de que algo oscuro y tenebroso había detrás de todo aumentaron de sobremanera cuando, en un intento de sacarles de su error, les dije de forma categórica, que no conocía a ninguna de las personas que me remitían aquellas cartas.

Aquella fue la época más negra de mi vida y los 19 meses que pasé en la cárcel provincial me obligaron –de golpe- a ver la vida de distinta manera. Los agentes del servicio de información del gobierno al comienzo fueron muy duros conmigo y desde entonces, tengo cierta dificultad para oír bien con mi oído derecho pero nunca pudieron encontrar ni una sola línea comprometedora en ninguna de mis cartas ni en los cientos que tenía en casa y que había ido recibiendo desde muchos años y que revisaron línea a línea, palabra a palabra, sacando las más extravagantes conclusiones y tampoco yo les dije nada de lo que ellos querían saber, y no porque fuera muy valiente sino porque simplemente y de verdad, no tenía nada que decir...
Imagino –aunque nunca lo supe- que algunos de aquellos que mantenían correspondencia conmigo habrán recibido también la visita de los “informantes” que era como se llamaban aquellos repugnantes, ratoniles y malolientes personajillos servidores del régimen imperante y puesto que jamás volvieron a tomar contacto conmigo nunca supe que fue de sus vidas o destinos.

La horrible experiencia en aquella cárcel provincial, donde mi única entretención era escribir y leer cartas para los otros presos, se atenuó un poco gracias precisamente a mi afición a escribir. Con el pasar de las semanas y meses llegué incluso a escribir cartas para los guardianes de la prisión que me pedían les redactara misivas y escritos de amor para sus novias pueblerinas. Muchos de aquellos bigotudos guardias de prisión jamás habían tenido un lápiz en sus manos e incluso alguno de los jefes, apenas escribía con dificultad, su propio nombre.
Me acostumbré tanto a escribir y leerles las cartas que recibían que llegó un momento en que muchos de aquellos escritos se intrincaban y confundían en mi cabeza y parecían más dirigidos a mí que a sus verdaderos destinatarios. Siendo yo mismo el que contestaba las distintas cartas, llegó un momento en que todo giraba en círculo y me alegré de saber que tenía tantas cosas que decir y contar aunque fuera en circunstancias tan dolorosas y, sobre todo injustas.

Al cabo de un tiempo, conseguí mi liberación por el mismo motivo que me había llevado allí: escribir cartas. El jefe de la prisión consiguió mi libertad y me dio incluso, una “recomendación” para ver si una vez fuera de la cárcel podía ganarme la vida de alguna manera. De por sí en aquellos años las cosas eran bastante difíciles y recién salido de la cárcel, todavía más...
El capitán de la prisión había puesto en la recomendación, (que yo mismo había redactado) que se me podía encargar cualquier trabajo relacionado con la “escritura” y fue así como al cabo de unas semanas, conseguí un trabajo en la redacción del periódico provincial cuyo director era un joven periodista cuya hermana se había casado recientemente con uno de los oficiales de la prisión. Me presenté al jefe del diario de la capital de provincia con la esperanza de que me dieran un puesto de trabajo como mozo de los recados y el hombre se puso muy contento cuando se enteró que había ayudado a la boda de su hermana al redactar las cartas de amor que le enviaba el oficial de la prisión. Tiempo después cuando conocí a la hermana del director, comprendí la razón de su agradecimiento. El aspecto montuno de la hermana con una fea sombra oscura de vello encima de su labio superior, calzaba a la perfección con la traza también montaraz del oficial de la prisión ya que difícilmente –de no haber aparecido el militar del tricornio-, algún mozo de la comarca se hubiera atrevido con ella.

El jefe del periódico, seguramente aliviado en su interior al conseguir casar a su poco agraciada hermana con un “uniformado”, me dio un trabajo muy a mi medida y que fue durante muchos años, la tarea más agradable que he hecho en mi vida: contestar las cartas que llegaban a la sección de correo del periódico. Al comienzo, eran cartas rutinarias pero a medida que fue pasando el tiempo me acostumbré a alargar más y más las respuestas que daba a través del periódico y fue así como al cabo de un tiempo, la sección de cartas era la más leída en toda la provincia y mi jefe estaba muy contento conmigo porque ese hecho, había conseguido aumentar notablemente, la circulación del periódico.
Tiempo después cuando (debido en parte al éxito conseguido en toda la provincia con aquel periódico) a mi jefe le trasladaron a la capital, me ofreció llevarme con él a su nuevo puesto de subdirector de uno de los principales periódicos del país y fue entonces cuando comenzó mi verdadera carrera de escritor de cartas porque esa en realidad fue mi auténtica vocación y carrera. Tuve (y tengo todavía) el honor de haber sido el inventor de la sección de consejos y recomendaciones a los lectores a través del buzón de correo de uno de los más importantes periódicos nacionales. Fue a mi jefe, al que se le ocurrió la idea, por pura estrategia y –según dijo- para no levantar suspicacias, que firmara mis respuestas a los lectores, con un nombre femenino.
“En los tiempos que corren” –dijo- “Nadie va a tomar en serio, una columna de preguntas y respuestas a un periódico si la dirige un hombre”. “Esta” –agregó- “Es tarea de mujeres”. Fue así como hace ya muchos años, comenzó una de las más famosas secciones de “cartas” pidiendo consejos sobre las más variadas situaciones. En muchas ocasiones –recuerdo- no sabía exactamente que decirles a los firmantes de aquellas cartas. Era entonces, cuando recurría a mi frase favorita: “Deja hablar a tu corazón”. Nunca supe (ni ahora tampoco) que es exactamente lo que quería decirles con esta frase, pero sé que funcionaba de manera que cuando me fallaban las respuestas sabía que ésta era la indicada y tan cierta debía ser que a menudo, recibía cartas diciéndome “Gracias por tus palabras querida amiga”, “Hice justamente lo que me indicaste, y funcionó”, aunque en una ocasión este mismo consejo se volvió en mi contra, y sin que yo lo supiera.
De aquellos años pasados en el periódico, datan los más hermosos recuerdos que tengo porque recibía miles de cartas a la semana que si bien de perfectos desconocidos, me alegraban y llenaban mi vida aunque en honor a la verdad hubiera preferido recibir alguna de mis familiares más cercanos pero no ocurrió así. Mis hermanos estaban demasiado ocupados cada uno en sus propios asuntos como para perder tiempo en escribirle a alguien que además de contestar “cuanta tontería le preguntaban” –según opinaba mi hermana mayor- encima, ni siquiera tenía el valor de contestarlas por si mismo ya que para hacerlo debía esconderse detrás de un nombre supuesto y que además, era de mujer.

Lo que mi hermana no decía era que me tenía cierta inquina porque ella misma en una ocasión le escribió una carta a “la señora del periódico” –como solían llamarme en esa época, (sin saber la identidad que escondía “la señora”) y preguntarle sobre un asunto familiar del cual yo mismo, era partícipe.
Mi hermana pretendía –y al final lo consiguió- arrebatarme unas pocas pertenencias que nuestra madre me había dejado al morir mientras yo estaba en la cárcel. La respuesta que yo mismo di a mi propia hermana, -sin saber que era ella- aconsejándole “dejar hablar a su corazón” fue justamente, mi perdición. Mi hermana, hábil como una lechuza se las arregló para quitarme el único bien que mi querida madre a quien no me fue permitido ver en su último momento, me había dejado con expreso encargo de entregármelo cuando –dijo-, “Regresara de mi viaje”. Mi pobre madre nunca supo que estuve 19 meses y trece días en la cárcel por mi excesivo amor a la escritura.

Tiempo después cuando mi hermana se enteró que era yo quien se escondía detrás de “la señora del periódico”, se enfadó mucho y en los años siguientes y hasta su muerte, no volvió a dirigirme la palabra. Con los años, le perdoné por aquella pequeña infamia y cuando murió, su hija mayor, quien conocía perfectamente la historia fue a la redacción del periódico al día siguiente al funeral y me entregó aquel preciado objeto que aunque probablemente de escaso valor monetario, tenía para mí, un especial significado. Aun lo conservo, y espero tenerlo durante los años que me queden de vida.

La tarde era agradable y en la Residencia a esa hora, había poco movimiento. Anselmo con casi medio cuerpo fuera del butacón dormitaba con la cabeza ladeada en una posición que se antojaba incómoda. Adriana, la chica de recepción, le remeció suavemente para despertarle y tocándole el brazo le dijo en voz baja:
-Despierte don Anselmo, son casi las seis y va a comenzar ya la clase de Internet
-¿No dijo que tenía tantas ganas de aprender ese maravilloso “invento?”
Anselmo la miró con sus grandes ojos soñolientos e hizo el ademán de acomodar su oído izquierdo para escucharla mejor y de pronto, se acordó que justo aquel día era el señalado para comenzar en la Residencia, un cursillo de una semana de duración y en la cual, los funcionarios del programa de ayuda a los mayores, les enseñarían a usar Internet.
-Podrán escribir todas sus cartas y recibir rápidas respuestas- dijeron los funcionarios sociales.
Anselmo pensó -al igual que creyó en una oportunidad en la bondad de la máquina de escribir en su remota juventud-, que sería estupendo volver a tener mucha correspondencia y se imaginó rodeado de cartas y se sintió feliz viéndose a sí mismo, escribiendo y recibiendo a diario montones de ellas aunque ahora y a causa de ese maravilloso –según dijeron los funcionarios- invento llamado Internet, las cartas de “antes” se llamaran “e-mails”.
Pero, -se preguntó- ¿A quien puedo escribirle?
-A nadie conocido- sintió que le respondió su propia voz interior
-¿Y entonces?- se preguntó otra vez y pensó que talvez, podría comenzar como lo hiciera antes, con los “corazones solitarios”, los “clubes de amistad”, los “buzones de desesperados”, y esos incomprensibles “buscadores” de Internet a que se referían los instructores...
La voz del funcionario social le sacó de sus pensamientos y pareció responder directamente a su pregunta:
-“Hay todo un mundo ahí fuera, en el “ciberespacio”, que espera comunicar con Uds.” “Sólo es cuestión que comiencen por conocer cómo...”
Anselmo se acomodó nuevamente en su sillón de piel sintética y pensó que a su edad, era demasiado viejo para comenzar de nuevo, para buscar una y otra vez lo que durante toda su vida intentó conseguir y nunca obtuvo: recibir cartas de quienes realmente importaban algo para él. Las otras, los varios miles que a lo largo de más de 65 años había recibido y lo entendía ahora, a las puertas de acceder al “maravilloso invento de Internet” -según dijo el funcionario social-, no eran sino un montón de cartas perdidas, vacías e inútiles y entonces, Internet, ¿para que?..
Arrellanándose como pudo en el incómodo sillón cerró sus ojos disponiéndose a dormitar un poco más y le pareció que la “maravilla” de Internet era sin duda, estupenda y la posibilidad de “navegar” sencillamente fantástica pero mucho mejor todavía y menos trabajosa –se dijo a sí mismo convencido-, era hacerlo por sus propios recuerdos...

Cuando Adriana volvió 10 minutos más tarde para decirle que la clase estaba a punto de comenzar, vio tal expresión de serenidad en su rostro dormido, que no se atrevió a despertarlo...
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