El sueño estaba a punto de cumplirse y en unas horas me encontré en medio de ese desierto abrasador, en la Necrópolis de Guiza, situada a unos veinte kilómetros de El Cairo donde se encuentran las famosas pirámides construidas por los faraones de la cuarta dinastía, Keops, Kefrén y Micerino.
Caminé en silencio, con el corazón latiendo vigorosamente dentro de mi pecho. Mis pasos me iban acercando a la primera Pirámide. Nadie en derredor, tan solo el pequeño grupo de personas que me acompañaban. El silencio era como una fúnebre sinfonía de sol y viento. Apenas una brisa mitigaba el inmenso calor que sentía. Entonces, el transitar por allí era posible, nadie se interponía a nuestro paso, se veía algún pequeño grupo, como el nuestro, pero muy lejos de nosotros. Nadie nos salía al paso para vendernos nada, el turismo, entonces, era casi inexistente, tal vez por el atentado que se había producido en el museo de El Cairo, dos meses antes. Eso había frenado los viajes a Egipto. Nosotros fuimos algo atrevidos.
Podía detenerme para observar en perspectiva a las tres pirámides, la grandeza de aquellas moles de piedra caliza de Nummulites, fácil de extraer y labrar. Por eso, un pequeño fragmento de aquella piedra, al sentarme sobre una de los enormes bloques y apoyar mi mano sobre uno de ellos, un minúsculo fragmento se alojó en mi mano y, no sé si consciente o inconscientemente, me lo llevé. Le robé a la pirámide un pedacito de ella misma. Algo de su espíritu, quise pensar.
Guardo aquella piedrecita, como un pequeño tesoro, en alguna cajita olvidada en algún rincón de mi casa; al igual que hice con un montoncito de arena roja del desierto de Wadi Rum. Son pequeños secretos de mis viajes, insignificantes, aunque de gran valor para mí.
Ahora, viendo las fotografías de las Pirámides, me doy cuenta de que algunas de ellas las fotografié mientras, sentada, descansaba en uno de sus enormes escalones contemplando la que tenía frente a mí. Una perspectiva imposible de captar en la actualidad. El gentío que pulula por allí lo impide materialmente y disuade de cualquier tentativa. Egipto ya no es lo que era.
Sin embargo, entonces no me atreví a bajar a una de aquellas pirámides. Me infundía un enorme respeto. Me habían dicho que allí abajo había algo telúrico, que se sentía algo muy especial. No lo supe entonces porque los 40 metros de profundidad me imponían respeto. Alguien afirmó que en algún momento faltaba el aire. No quise probar. En esta ocasión bajé, no sin cierto reparo, lo confieso, hasta el interior de la pirámide de Micerino. Cuarenta metros descendiendo lentamente, con el tronco doblado temiendo que alguien se cruzara conmigo mientras subía. No había nadie que controlara el acceso y tenía verdadero pánico. Por fin tras unos larguísimos segundos me encontré en aquel recinto sagrado. No di tiempo a mi consciencia para que captara alguna de aquellas sensaciones que se decía. Inicié el ascenso sin ser notada por mis compañeros hasta llegar arriba. Agradecí que nadie se cruzara conmigo en el camino.
Recuerdo que el Nilo era entonces un remanso de silencio y brisa. Las palmeras, a una y otra orilla, refrescaban las lindes del desierto y proyectaban su sombra sobre las míticas arenas. Los barcos, apenas se veían porque circulaban muy poquitos. Entonces las falúas o falucas, esas pequeñas embarcaciones, alargadas y estrechas, bogaban por el río sin que apenas se notara su presencia. Servían para trasladar a los turistas desde los barcos a los diferentes templos. Así conocí el de Luxor, Edfu, Karnac, Kon Ombo… y así, desde el agua del Nilo accedí a aquellos templos, entonces, sin turismo, tranquilos, bellos e imponentes, que tanto me impresionaron.
Hoy, aquellos templos siguen imponiendo al que se acerca por primera, por segunda o tercera, o mil veces, porque la imaginación nos desborda y nos lleva. Egipto es inenarrable, inabarcable, como inabarcables son los millares de inscripciones talladas en las monumentales piedras, cada cual, con su significado, con su simbolismo; cada cual contando una historia. Contemplar todo aquello hace que uno sucumba a la evidencia, aceptando una cultura y una filosofía de vida que se nos escapa, que se diluye y pierde en las arenas del desierto.
Las sorpresas se sucedían mientras Egipto iba dándome mucho más de lo que yo había imaginado. Todavía en mi recuerdo aquella puesta de sol sobre el Nilo en la cubierta del barco mientras contemplaba la vegetación de las orillas y a los pequeños grupos familiares junto a sus casitas; las mujeres agachadas trajinando con aperos de labranza o haciendo pequeñas fogatas junto a las puertas de sus casitas de adobe. Algunos niños correteaban descalzos junto a los perros. Todo desprendía una belleza y una paz imposible de describir. Así lo sentía yo, ajena todavía a la pobreza secular y miseria que iba a contemplar más adelante transitando por la megápolis de El Cairo. Mucho me impresionó aquel contraste en la vida de los egipcios. La riqueza y esplendor de tiempos inmemoriales y la pobreza de la gran mayoría de los egipcios.
Hoy, por el Nilo navegan 400 barcos, todos repletos de turistas. El miedo a la proximidad del conflicto no se nota. Las ganas de ver y conocer otros paisajes se han hecho prioritarias en el sentir del hombre actual. Llaman la atención los numerosos barcos atracados en el Nilo, su incesante tráfico, sus aguas, discurriendo de abajo hacia arriba, al contrario que todos los ríos del mundo que lo hacen al revés.
En aquel mi primer viaje conocí a nuestro egiptólogo y amigo Hamdi Zaki, quien nos acompañó durante los días que permanecimos en Egipto. No lo había vuelto a ver hasta pasados muchos años después en Madrid, en un evento de FEPET; entonces me di cuenta de que aquella persona me resultaba muy familiar. Sólo tuve que rebuscar en la memoria y, efectivamente, era el Hamdi Zaki de entonces, con más años, como yo misma. Fue una muy agradable sorpresa. Nuestra amistad se hizo fuerte. Y también nos ha acompañado en este viaje.
Muestro algunas imágenes de aquella primera vez en Egipto y otras del último congreso de FEPET celebrado hace apenas dos meses. Los años pasan por nosotros; también por el Egipto monumental: Nosotros hemos cambiado. Egipto permanece fiel a sí mismo. Con sus bondades y con sus carencias.