Lo único malo es que se fue llenando de gente y más gente, obreros de la construcción que acodados en la barra, bebían y bebían cubatas y alcoholes de toda índole; según pasaban los minutos hablaban más y más alto y también gritaban; un sonido atronador.
El “gazpacho con guarnición” me sentó muy bien, pero los “langostinos dos salsas”, que eran tan gruesos como elefantes, comenzaron a caerme como obuses de la guerra civil.
La camarera muy mona se llamaba “Lucero”, ese nombre más digno de Juan Ramón Jiménez se me quedó alojado en la memoria.
La llegada de mi hija nos alegró sobremanera a mi mujer y a mí. Le solté “la pasta” lo primero, objetivo principal de nuestro desplazamiento hasta El Espinar, y eso la llenó de alegría. Contó los billetes uno a uno sin sacarlos del sobre, y acto seguido me miró sonriente, pues como siempre coincidían con lo que aparecía escrito en el exterior del mismo. (continuará)...