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En casa de los inmortales
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En casa de los inmortales

  • Por Sebastián Gámez Millán – Enviado por José Antonio Sierra

domingo 19 de marzo de 2023, 22:33h

19MAR23 – MÁLAGA.- El 9 de febrero de 2023 el escritor Mario Vargas Llosa ingresó en la casa de los inmortales, es decir, en la Academia Francesa, donde ocupará el escaño número 18, hasta hace unos años ocupado por el filósofo Michel Serres (1930-2019), algo insólito, pues esta prestigiosa institución, fundada por Richelieu 1635, nunca había albergado a un escritor que no se sirviera de la lengua francesa para desplegar su obra literaria.

Pero como bien indica el secretario perpetuo, Hélène Carrère d´Encausse, reconocida historiadora de Rusia, eurodiputada en los años 90 por Francia y madre del escritor Emmanuel Carrère: “Ha ayudado a la cultura francesa mucho más que muchos escritores franceses”.

¿Qué escritor francés ha diseccionado la obra de Flaubert como Vargas Llosa? Curiosa paradoja que observó Milan Kundera, otro escritor que debería ingresar en la casa de los inmortales: “Nadie comprendió mejor a Rabelais que un ruso: Bajtín; a Dostoievski, que un francés: André Gide; a Ibsen, que un irlandés: G. B. Shaw; a James Joyce que un austriaco: Hermann Broch; los escritores franceses fueron los primeros en destacar la importancia universal de la generación de los grandes norteamericanos, Hemingway, Faulkner, Dos Passos”. El polen seminal de las letras, como de las artes, traspasa fronteras y es por naturaleza universal.

Aunque Flaubert haya sido su perdurable modelo de escritor, no es el único escritor francés que Vargas Llosa ha analizado atinadamente: pienso en Victor Hugo, Balzac, André Breton, André Malraux, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Raymond Aron, Jean-Fracois Revel… Ahora bien, si tuviera que resaltar un tema por encima de otros a lo largo de la trayectoria literaria quizá sea los efectos y consecuencias del poder en sus mil y una formas: “su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota”, como señaló el jurado del premio Nobel de Literatura 2010. Desde La ciudad y los perros (1963), pasando por la que es para no pocos su obra maestra, Conversación en la Catedral (1969), hasta La guerra del fin del mundo (1981) o La Fiesta del Chivo (2000)… siempre está ahí el poder.

¿No es este en cierto modo uno de los deberes de todo escritor? Se objetará, acaso, que el compromiso de un escritor es con su obra (compromiso este otro que en el caso de Vargas Llosa tampoco admite dudas, estemos de acuerdo o no con sus posiciones económico-políticas), pero la obra no puede ser completamente ajena al mundo, y en el mundo hay incesantes abusos de poder continuamente. Vargas Llosa ha radiografiado como pocos estos fenómenos a lo largo de sus escritos y lo ha denunciado comprometido con su conciencia.

Ha cultivado casi todos los géneros: novelas, teatro, cuentos, ensayos y artículos. Pero en los terrenos donde más sobresale es en la novela, el ensayo y el artículo. Como novelista se ha dicho que no ha llegado a escribir una obra tan redonda como Cien años de soledad. No sé si compensará que haya escrito cinco o seis obras maestras. Se ha dicho también respecto a sus creaciones novelísticas que no son tan experimentales e innovadoras como otras obras del “realismo mágico”.

En efecto, tiende a ser más realista: esto se debe en parte a que con frecuencia su modelo es la novela decimonónica: Madame Bovary, Guerra y paz, la Comedia Humana… Pero conviene no olvidar que precisamente una de sus principales virtudes narrativas es el dominio arquitectónico, como se aprecia en La casa verde (1966), la construcción de estructuras que aprendió sobre todo en Faulkner. Y tampoco hay que olvidar cómo emplea la polifonía en Los cachorros (1967).

Mas si en sus novelas ha mostrado los engranajes y los mecanismos del poder, en su obra ensayística y en su obra periodística ha abordado otras aristas de la siempre compleja y en fuga realidad. En sus ensayos acostumbra a diseccionar magistralmente su pasión por la lectura y la escritura y, en particular, los mecanismos de ficción de algunos de sus escritores y/o novelas predilectas: García Márquez: historia de un deicidio (1971), Gustave Flaubert, La orgía perpetua (1975),… En La verdad de las mentiras (1990) ha reflejado su concepción de los poderes de la ficción.

Por lo que se refiere a sus artículos periodísticos, cuando no describe un viaje, una experiencia o una lectura, como escritor comprometido (Jean-Paul Sartre y Camus son dos de sus modelos de juventud), suele elegir un tema político, social o cultural de actualidad, y acostumbra a ser bastante certero en sus análisis y poseer sentido común en sus denuncias y propuestas, hasta el punto de que hasta los que discrepan de sus opiniones no lo pierden de vista.

En su ensayo La civilización del espectáculo (2012), prefigurado por muchos de sus artículos, tal como se advierte en su estructura, ha analizado el mundo en que vivimos y ha manifestado su rotunda disconformidad con la banalización de la cultura en el sentido más amplio y profundo del término, que afecta por igual a la esfera educativa, comunicativa, política, religiosa y erótica.

Desde un punto de vista político, acontecimientos como la Revolución Cubana, los Gulags de la Unión Soviética, así como la lectura de pensadores como Raymond Aron, Isaiah Berlin o Karl Popper, le han llevado a pasar de un socialismo marxista en su juventud a defender, desde hace décadas, la democracia liberal “que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres y la alternancia en el poder”. Es lo que Vargas Llosa entiende como la cultura de la libertad.

Estemos de acuerdo o no con sus posiciones políticas, es difícil no compartir su pasión por los poderes de la literatura en el sentido más amplio de la palabra: “es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salirse de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños (…) En verdad, la literatura no nació para estimular el vicio ni la virtud, sino para dar a los seres humanos aquello que la vida real es incapaz de darles, para hacerlos vivir más vidas de las que tienen y de manera más intensa de la que viven”.

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