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Relato Corto

El teléfono de la verdad

Cuando cogí aquel viejo teléfono que el ordenanza llevaba en un grupo de seis hacia Dios sabe dónde, nunca pude imaginar la cantidad de problemas que me traería.

Por Germán Ubillos Orsolich
viernes 16 de octubre de 2020, 21:56h

Cuando de pronto encontramos un objeto – una joya, un bolso de auténtica piel de cocodrilo – que nos llena de sorpresa, de alegría, no podemos imaginar lo que se nos puede complicar la vida. Y aquel teléfono junto con otros seis semejaba un gato gris perla enroscado y dormido alrededor de su propia cola. El conserje no dijo nada cuando le pregunté si podía llevarme uno de ellos, más bien su expresión fue de alivio: un peso menos.

Salí apresuradamente del Congreso, con el convencimiento de que ese día merecía la pena coger un taxi, así que en cosa de diez minutos me encontré en el portal de mi casa cercana a la Plaza de España de la capital.

Coloqué el teléfono en un sitio de privilegio, en el salón de la casa sobre una preciosa coqueta de siglo XIX y unas fotografías enmarcadas en plata de los abuelos, de mi madre y del tío Onofre, el gran intelectual de la familia.

A las hijas y al hijo pareció no hacerles ilusión el gran descubrimiento.

Mi marido sí, con ese espíritu científico que poseía, lo miró y remiró, lo cogió entre las manos, se lo acercó a los ojos, lo escrutó por encima y por debajo, fue entonces al verle que me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral, sentí como si el teléfono fuese un ser vivo, vivo y sensible, como si estuviese provisto de un alma y recordase tiempos pasados, cuando yacía mañana y noche en la mesita adjunta a la gran mesa del Subsecretario, después de haber pertenecido a las hermanas Castro, las dos solteronas lectoras impenitentes de Virginia Woolf, de Stephan Zweig y de Dolores Ibarruri.

¿Un teléfono quizá un poco vetusto puede ser de izquierdas o de derechas?. Este es un tema difícil de contestar, es escandaloso o debe de ser como las buenas secretarias: ver, oir y callar.

Aquella primera noche ella dormía junto a su esposo en la mullida cama de matrimonio, cuando creyó escuchar el timbre del teléfono. No era posible, estaba desconectado a la red e incluso sin enchufar su grueso cable negro.

Giré en la cama, me di media vuelta e intenté relajarme y dormir. Pero estaba en trance de hacerlo cuando volvió a sonar el timbre aguardentoso del aparato sustraído del Congreso. Me levanté de golpe y corrí hacia el salón. En la curva del pasillo derrapé, perdí una zapatilla a modo de chancleta sin terminar de fjjar.

Llegué y lo cogí al vuelo para que no sonara más y despertara a toda la casa.

Al dígame de siempre una sonora voz de varón dijo ser Emilio Castro; que le pusiera con el Subsecretario.

Le tuve que explicar que esas no eran horas para llamar a un ministerio, de cualquier forma garrapateé el nombre en la contraportada de un ABC viejo con la punta achatada de un Pilot allí abandonado y mordisqueado por las niñas.

Parecen termitas, pensé

“Mejor la Marabunta” comentó con voz grave de varón el auricular del viejo teléfono.

Volví a la cama desvelada y de mal humor.

Mi marido agotado como siempre, pero quizá inquieto por el trasiego, dormía algo convulso, roncando como un búfalo.

Me sentí un poco sola, trabajando el día entero para otras personas que no sabía si se daban la debida cuenta de ello. El esto de la noche no pude pegar ojo a pesar de la Valeriana, la Pasiflora y la Tila que herví e ingerí en dos o tres ocasiones.

Cuando por la mañana y mientas desayunaba posé la m irada en el teléfono hurtado, ya no le vi del mismo color, parecía emanar de él irisaciones violáceas y oscuras.

Se estaba secando con la servilleta dispuesta para irse, cuando el dichoso teléfono volvió a sonar. Con la mirada constató que el grueso y negro cable pendía del aire y no estaba sujeto ni enchufado a nada.

Entre intrigada y desorientada optó por cogerlo de nuevo.

Con intenso acento alemán (ella sabía el idioma ) – la extraña voz algo conocida y siniestra preguntó.

¿H. Von Ribentropp?

No señor, se está confundiendo.

Yo nunca me confundo – espetó aquel hombre.

Ya bastante quemada me atreví a preguntar, ¿se puede saber de quién se trata, vamos, quien es usted?.

Soy Adolfo, señora, ¿ no le suena mi voz?

Pues la verdad es que algo…no sé…de viejos noticiarios .

(La voz rió, añadiendo) Parece mentira, que estando en un Congreso rodeado de políticos afines, ¡mira que no sonarle mi voz!, ¿qué Adolfo puedo ser?, el único, el más grande en la historia.

Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer y cada una de sus vértebras tembló y vibró como el fuelle de un acordeón.

Hubo un brevísimo silencio entre embarazoso y espantable, al final la voz de trueno casi estalló su tímpano.

¡!¿ Pero es que hay alguien en la galaxia que no reconozca mi voz tan varonil y certera.?!!

La mujer intentando no sufrir más y terminando con ello la horrible noche, musitó con un hilo de voz: Adolfo…Hitler…

¡Pues claro señora, ¿quién si no la interpelaría, el Fürer, su Fürer del universo mundo!

Se le hacía tarde. Dejó el auricular sin llegar a colgarlo, cogió del pequeño joyero un anillo herencia de su abuela en platino y brillantes de los años cuarenta del siglo pasado y corrió hacia la puerta de la calle, dudó si llevarse el inquietante teléfono, pero resbaló de nuevo y estuvo a punto de perder el otro zapato.

Cuando salió por el portal a la estrecha calle del Madrid de los Austrias cercana al Palacio de Liria y a la Plaza de España, un oficial de las SS impecablemente uniformado le abría la puerta trasera de un precioso y antiguo Mercedes negro tapizado en cuero beige, con dos traspontines; tan atolondrada iba que entró detrás sin rechistar. Al volante iba otro oficial de las SS también uniformado que, sin volver la cabeza, murmuró: Mi Fürer, a dónde vamos.

¡Oh, Hans, claro, al Congreso de los Diputados!.

Mientras el coche arrancaba el acompañante de Ruth, tan vistosa, tan guapa, con esa jovialidad y alegría que tenía, con sus manos enguantas, el acompañante tomó la derecha de la mujer y besó con unción el anillo de su abuela, fue solo entonces, en aquel momento que Ruth levantando la mirada pudo ver los ojos negros de su acompañante y su bigotito inconfundible.

El Fürer en persona, Adolfo Hitler, enfilaba con ella la Carrera de San Jerónimo.

Querido Fürer – balbució entrecortada la cálida y vistosa periodista.

Llámame Adolfo – protestó el acompañante, añadiendo –, te esperaré a la salida, podemos comer aquí cerca, hay un restaurante que se llama Edelweiss.

Ella tuvo entonces un momento de lucidez.

Pero entonces…., el Fürer murió hace tiempo.

Los héroes nunca mueren – sonrió Hitler atusándose el tupé.

Ella le vio un diente de oro, él lo notó y contestó con una extraña suavidad.

Ah, cuando volvamos a Berlín me lo haré cambiar por uno de porcelana, en esto si se nota el tiempo que ha pasado.

El coche se detuvo y el oficial de las SS abrió la portezuela.

Ella descendió; estaba algo aturdida, intentó rehacerse mirando el edificio del Hotel Palace y al fondo, a lo lejos, Los Jerónimos; pero desde el interior del lujoso Mercedes Adolfo Hitler, el Fürer, le decía adiós moviendo grácil, infantilmente su mano derecha.

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