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Opinión: “¡Cuidado con los Humanos…”!

La muerte de “los viejos”

Por Marta Miguel García

miércoles 16 de enero de 2019, 01:05h

16ENE19 – ZARAGOZA.- Comienzo a escribir estas líneas pensando en una buena amiga que está atravesando un momento delicado en el que empatizo, sin querer y de forma absoluta, con cada milímetro de su piel. Máxime en esta época, que acaba de dejar atrás la Natividad, fecha en la que la sociedad nos exige que seamos felices o al menos, lo parezcamos.

Ella ha perdido recientemente a uno de los protagonistas de su infancia, de su adolescencia, de su vida. Ella ha perdido esa amalgama de amor incondicional, cariño a rebosar y atención con deleite que es un abuelo o una abuela. Ha perdido esa mirada plena de arrobo que sólo un abuelo es capaz de dedicar. Sin embargo, la navidad no está hecha para los dramas. Prohibido llorar en Navidad parece decir esa oda al consumo que invade las calles, aunque esa es otra historia. Y ella, las últimas semanas, ha debido contenerse y sonreír en ciertas ocasiones enmascarando con contención lo que le hervía en las entrañas.

Pertenecemos a una cultura que no integra la muerte como una etapa más de la vida. La evitamos, la esquivamos, huimos de conversaciones que giren en torno a ella y en última instancia cuando un duelo nos sobreviene como lo hacen las ruinas de un edificio en demolición, tragamos saliva, apretamos los dientes y "hacia delante, que la vida sigue" te dicen. Como si tú, que has perdido a uno de los pilares de tu vida, no te hubieras dado cuenta de que el sol sigue saliendo por el Este cada mañana. Como si fueras idiota.

El problema no es que la vida siga, es que una parte de ti ha muerto, precisamente la que estaba vinculada a esa persona que se ha ido y es imperativo categórico dejar un sitio en tu rutina, en tu círculo, en tu alma, para la tristeza, la rabia y las lágrimas. En definitiva, para el duelo. La vida sigue pero a ti el cuerpo te pide que se paren todos los relojes, que no giren sus manecillas, que te dejen a solas con la ausencia de la persona fallecida, que te permitan mimar esa despedida, hasta que ese vacío emprenda el vuelo y se pierda en el horizonte entre la bruma y la brisa de las tristezas y las melancolías que depara la vida.

La vida, a veces te eleva tan alto que el éxtasis es indescifrable, sin embargo otras te arrastra y te revuelca por el fango. Y de la misma forma que compartimos las alegrías y brindamos por ellas, las penas más hondas también debieran compartirse, para dividirse, para amortiguarse, para disolverse a cuatro manos como una sonata de Schubert.

De la misma forma que ocurre con la Justicia, la muerte no es igual para todos. Hay una diferencia sustancial en el trato de la sociedad hacia el doliente. Siempre ha habido clases, hasta en el duelo. Hay dolientes de primera, de segunda y de tercera. Existe en el imaginario colectivo una jerarquía del dolor en la que algunos se creen con la patente absoluta del mismo. Como si lo hubieran descubierto ellos.

Nadie duda del dolor desgarrador del adolescente o del joven que pierde a su padre o a su madre. Nadie pone en tela de juicio la pena de quien pierde una hija o un hijo. Nadie se atreve a decir "no es para tanto" en esas circunstancias. Sin embargo a la pérdida de personas de la tercera edad, sin importar qué parentesco te una a ellas, se le resta una tremenda importancia. De todos los funerales a los que podemos asistir los de "los viejos" no son sin duda soberanos. Esta sociedad detesta tanto a la vejez que ya no solo la relega al ostracismo en vida sino que es incapaz de ponerse en la piel de quien está llorando a un abuelo o a una abuela. Como si por ser octogenario uno no mereciera cariño.

Muchas de las personas que desdeñan este tipo de pérdidas suelen licuar su falta de empatía en argumentos tales como "ya ha hecho su vida", "era muy mayor". Que una persona sea muy mayor significa que hemos compartido muchos más momentos junto a ella que junto a otras. Seré exquisita pero cuanto más tiempo paso en mi vida con una persona, más apego genero hacia ella. Por poner un ejemplo, a las amistades de hace dos meses puedo tenerles aprecio, pero a las de hace una década las quiero, con todo lo que ese verbo implica.

Me pregunto, además, qué tiene exactamente que decir lo racional ante una pérdida emocional. Como si se pudiera argumentar del siguiente modo “He perdido a mi padre, tenía 80 años pero era muy mayor, ya me siento mucho mejor”. A la vista de cómo se comporta buena parte de la población, parece por tanto complicado de entender que una persona que acaba de enterrar sólo a un octogenario (nótese la ironía que es de trazo grueso) tiene en ebullición su hemisferio derecho del cerebro. Ese hemisferio que piensa y recuerda en imágenes como si de una película de cine mudo se tratase. Ese hemisferio desbordado de recuerdos, llanto y ausencia, colmado de amor y pena a partes iguales, acapara toda la atención en un duelo.

Aún así queremos poner a funcionar el hemisferio izquierdo, ese que razona y piensa analíticamente. Ese que, entre otras funciones, sabe resolver ecuaciones diferenciales. Pretendemos con razonamientos absurdamente racionales decirle al doliente cómo y cuánto debe llorar. Y principalmente por qué. En mi opinión, todavía no existe ningún doctor honoris causa con autoridad para decirle a nadie cuánto tiempo debe llorar al protagonista de su infancia, mucho menos para darle motivos para no hacerlo. Motivos que no le han pedido, ignorando, menospreciando y vapuleando ese dolor.

El duelo es del que lo atraviesa, único e intransferible, y nada ni nadie tiene derecho a juzgarlo ni a cuestionar su duración o intensidad. Tampoco al destinatario de la pena. Si se carece de recursos, herramientas o empatía para hacer sentir mejor al de al lado, el silencio suele ser la mejor opción. Subestimar la pena del doliente por haber perdido “solo” a un anciano, lo único que provoca es añadir más tristeza a la que ya hay y cuajarla de impotencia y de rabia ante esos desafortunados comentarios.

Los ancianos son tan merecedores de nostalgia, añoranza y aflicción como cualquier otra persona. El duelo por un ser querido es la forma que tiene nuestro cuerpo y nuestra mente de decirnos que el amor ha sobrevivido incluso a la muerte, que ha permanecido y permanecerá más allá de ella. Ese amor será eterno.

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