Así contemplamos estas obras llenas de belleza y precisión. Belleza que se desparrama en motivos florales donde compiten en color el rojo, el rosa, el amarillo, el verde frondoso de las hojas que las cobija. Precisión porque vemos su obra en tres dimensiones: las flores emergen de la tela como emergen de la tierra, en silencio, sin estridencia, para colmarnos de gozo. Incluso podríamos pincharnos si no estuvieran protegidas por la transparencia del metacrilato. Una maravilla pictórica que el espectador hace suya de inmediato para establecer un vínculo indestructible con el artista.
Existe gran delicadez, incluso cierta femineidad en la obra del maestro Antonio de Ávila que hace de cuanto lleva al lienzo, objetos para admirar, para proteger, para acariciar; como se acaricia la piel de un niño o el nacarado cuello de una joven. Así el espectador se introduce en el interior del artista porque éste ya se ha introducido en nuestro interior.
Las hojas rodean a las flores y las abrazan, mientras éstas se elevan, se desplazan a izquierda o a derecha, a su gusto, a gusto de la habilidad del pincel que danza al albur de la voluntad del artista tras largas horas, imaginamos, de observación contemplando su crecimiento.
Esta muestra es como un juego de luces y de espejos donde se refleja la vida en la mirada y en el recuerdo. Una muestra que invita a evocar paisajes y situaciones de infancia, juegos de niños allá, cada uno en su lugar. El artista hace un guiño a los zamoranos y nos enfrenta con las aguas del Duero: el perfil de la cúpula y la torre de la Catedral, los edificios colindantes....los troncos rebeldes, quebrados, en primer plano mientras el reflejo del agua se cimbrea en nuestros ojos.
Sus obras se encuentran en numerosos centros repartidos por toda España y sus premios y distinciones, innumerables.
Bellísima muestra de depurada técnica, de gran profesionalidad pictórica.
Vayan a verla. La primavera entrará en sus ojos.
(*) Concha Pelayo es escritora y miembro de AECA y AICA