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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

Volver a vivir

Por Germán Ubillos Orsolich (*)

lunes 15 de mayo de 2017, 03:14h
Volver a vivir

15MAY17 – MADRID.- Cuando alcanzas una determinada edad y aún estás en tu plenitud intelectual aunque tus fuerzas físicas comienzan a decaer seriamente, te puede acometer una sensación extraña, el deseo de volver a vivir. Echas la vista atrás y compruebas lo hermosa que es la vida a pesar de las dificultades, pruebas o enfermedades que hayas sufrido. Los recuerdos felices sobresalen sobre las malas rachas o noticias o experiencias penosas, y te das cuenta de lo maravilloso que es haber nacido.

Los padres han desaparecido y con ellos todos sus amigos y conocidos, una generación entera insustituible e inolvidable, más austera quizá y más recia, muy trabajadora y resistente, en un mundo más duro. Gentes de una pieza capaces de llevar a un país desde la desolación y la miseria, hasta ser una de las potencias industriales más potentes del mercado.

Esa desaparición, esa extinción total de un mundo no solo lleno de valores sino también de amor y de respeto por nosotros, sus hijos, por su país y por el planeta, con menos máquinas pero con un mejor sentido de la vida, con un intenso índice de comunicación con los demás - del tiempo compartido -, te deja unos recuerdos no solo vivísimos, sino también comparativos con los del mundo actual con la clara sospecha de que hemos ido perdiendo algo muy importante.

A la intensidad de ese recuerdo se une el sabor, el color, el aroma de los amigos y las amigas que se han ido marchado prematuramente, gentes de tu edad que van cayendo, unos por fumar - la mayoría -, otros por el alcohol, otros en accidente de automóvil, que cada día alberga una mala noticia; otros por el infarto o por el ictus o por el cáncer, la mayoría por la mala fortuna o haber requerido forma equivocada la presencia de “La Parca”.

El caso es que te vas sintiendo más solo, en un mundo distinto, más complejo y sin embargo apetecible y siempre fascinante. “Tu mundo como tu casa”. Es entonces cuando una ensoñación extraña y poderosa te mantiene suspendido y despierto en el “aire del tiempo”, con el mismo deseo y pensamiento que el que un día tuvieron y pactaron y llevaron a la realidad Fausto con Mefistófeles.

Volver a vivir, sí. Volver a sentir el vino rojo y fuerte por la seca garganta, el sol de plomo en Benidorm con Pedro Zaragoza como alcalde; y el inexperto, envarado y torpe Julio Iglesias cantando “La vida sigue igual” en aquel festival de la plaza de toros. A Di Stéfano corriendo el Bernabéu y a “Los Cinco Latinos” cantando en los guateques; y al orondo y risueño Solís Ruiz levantando viviendas y promoviendo normas que protegieran al obrero. Y aquel Madrid adoquinado de entonces, con noches de jazz y de copeo, con Paco Umbral con su larga bufanda y su voz tan ronca y grave de tanto fumar “Ducados” y “Celtas con boquilla”, y su gruñir y escribir “Mortal y Rosa”, ese poético mosaico inolvidable y eterno dedicado a su hijo muerto en plena juventud.

Sí, desearíamos volver a empezar, sí, volver a vivir de nuevo aunque fuera siempre con la misma historia, con tal de no marcharnos de esta España tacaña y generosa a la vez, de este cuerpo marcado por los años y sin embargo tan cercano y querido.

Pero sabes que la sepultura te espera y aquel amigo orondo y risueño, el señor Mena, también tiene que vivir. Y el sepulturero y el médico, y el par de amigos, y aquella chica joven, ahora ya mayor, entrada en años, tan mayor como tú, con el ramito de flores y la carita seria secándose una lágrima mientras lo deja sobre el mármol oscuro, y reza torpemente un padre nuestro mientras recuerda algo de ti; pero no tus genuinas virtudes de escritor o de amigo, sino algún detalle inadvertido como el “Omega Genève” de oro en tu muñeca izquierda. Pues fatalmente volver a vivir era tan imposible como volver a llevar el reloj de oro, recuerdo de una “grandeur” fenecida, o volver a encontrar en la Playa de Levante a Pedro Zaragoza o en “Villa Giralda” a don Juan de Borbón, o más aún “L’hardy” a tu querida madre saboreando el humeante caldo dorado y exquisito servido en pesado cucharón de plata por un camarero elegantemente uniformado, y extraído a su vez de una enorme sopera de plata repujada debajo de la cual ves una llama perenne como la que alumbra en París, bajo el Arco del Triunfo, la tumba al soldado desconocido. O en “Arlington”, inmenso cementerio sobre la hierba verde, tan cercano a Washington, junto a la tumba de John Kennedy, aquel presidente tan joven, tan guapo, tan moderno y sensible.

Y solo quedaba la esperanza de volver a vivir de otra manera, según contó un hombre joven e inocente, clavado en una cruz.

Pero esa forma de vida a veces nos parece algo velada, hasta el punto de no pensar en ella y sentir cierta nostalgia de “volver a vivir” en esta amada tierra.



(*) Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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