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La Ibense (Cadiz)

La Ibense (Cadiz)

Por José Manuel Bustamante y Remitido por Quino Moreno – FEPET Fotografías de Chema Conesa

martes 08 de septiembre de 2015, 04:03h

La Ibense Bornay, la compañía de helados más antigua de España (fundada en Sanlúcar de Barrameda en 1892), presenta su última novedad: una línea gourmet. Se trata de una de gama de helados con tres singulares variedades (chocolate picante, brownie blanco con helado de chocolate y crema de cacao y un cremoso spumoni de limón) en formato de 650 gramos que se comercializan en tarros de cristal reutilizables. Una gama de productos concebida para consumir en cualquier época del año y que es novedosa tanto en su concepto, como en su presentación.

Sobre la Ibense Bornay - El rico helado que viajó en carro de Alicante a la playa de Cádiz
Primero fue una cántara enfriada con salmuera. Luego, cajas que viajaban achuchadas en un carrito de madera. Más tarde, pequeños despachitos. Hoy, una fábrica en expansión. En 1892 llegó a Sanlúcar el primer Bornay, maestro heladero, con la cántara. De la fábrica se ocupan ahora sus cinco bisnietos. Han logrado que en la villa gaditana haya algo más que manzanilla y langostinos.

Dicen los entendidos que es la brisa proveniente del Atlántico la que otorga magia y misterio al sabor de los vinos manzanilla, orgullo de Sanlúcar. Ese aire salino se deposita con mimo sobre los hongos microscópicos que esos entendidos llaman flor y de cuyo fermento sale el oro luego embotellado. Nada que ver con el rival fino de Jerez, sostienen en la villa sanluqueña. Y fueron esos mismos vientos marinos los que atrajeron al primer maestro heladero que se afincó en la localidad. Era costumbre por esos años finales del siglo XIX que los mejores artesanos del alimento helado dejaran en verano su patria chica levantina para vocear sus productos en las playas de toda la Península, ya entonces bulliciosas y bullangueras por el incipiente turismo de masas. Para Carlos Bornay ese Eldorado playero se llamaba Sanlúcar de Barrameda, cuando aquí veraneaban aristócratas de rancio abolengo que le dieron al pueblo el merecido apelativo de la San Sebastián del Sur. El bisabuelo Carlos dejó su tierra natal de Ibi un día de canícula de i892 para empezar a echar raíces en la lejana costa gaditana. Que Sanlúcar ahora no es sólo manzanilla o langostinos, sino también helados, y de cuarta generación.
Los difíciles comienzos del precursor de la saga Bornay han quedado grabados como una especie de guía y de enseña romántica en sus sucesores. Porque algo más que la idea de un mero negocio han debido de mamar los cinco bisnietos de aquel emprendedor alicantino para que se encuentren ahora al pie del cañón de la empresa familiar, ii0 años después. Quizá, quién sabe, sea cosa de la brisa atlántica. “Pues yo creo que ha sido cosa de mi madre, que es así, muy ‘gallina’”, dice Carolina, 35 años, la mayor de los hermanos-socios-empresarios. “Es muy inteligente, y se las ha apañado para al final tenernos a todos juntos. Hemos estudiado cosas distintas, y hemos hecho prácticas en otras empresas, pero al final nos hemos venido para acá”.
“Para acá” es una nave industrial en plena explotación que ocupa i2.000 metros cuadrados de superficie, da trabajo a 270 personas y factura siete millones de euros, datos de 200i. “Para acá” se llama ahora La Ibense-Bornay, un sueño imposible para el bisabuelo Carlos. Cómo iba a imaginarlo cuando se presentaba cargado en la playa de Sanlúcar de Barrameda con una cántara igual a la que guardan como oro en paño en la fábrica. Era el de aquellos entonces un helado “mantecado”, con mucha, mucha leche, y sabores de vainilla o chocolate. Se solía tomar acompañado de una galleta. Mientras el bisabuelo vendía bajo el sol, la bisabuela fabricaba la materia prima en un pequeño despachito en el pueblo. El bisabuelo regresaba cuando vaciaba la cántara, se llenaba de nuevo y vuelta a empezar. Carmen, 34 años, la segunda hermana-empresaria en edad pero la primera en labia, lo recuerda como si lo hubiera vivido: “Sí, ella elaboraba el helado en casa, y él salía muy temprano con la cántara a cuestas, a vender todo el día. Tenía un cuerpo superatlético”. Carmen enseña al visitante la reliquia familiar, la cántara, explica cómo se cubría con sal para mantener el frío de la deliciosa vainilla helada y el visitante hasta se imagina la arpillera, que no se ha conservado, que protegía el cuerpo del superatlético Bornay. Carmen prosigue la historia de los orígenes y da una somera lección de capitalismo heladero: “Después de la época de la cántara, el helado se vendía en cajas, en un carro. Así se empezó a trasladar la venta al casco urbano. Y luego se montaron las tiendas”.
Un guiño del destino hace que sea helado de vainilla lo que se produce en la moderna fábrica cuando el visitante entra en ella. El dulce aroma lo inunda todo y llega hasta a apagar la voz de María José, 27 años, la benjamina, que hace de cicerone por la planta. Bueno, más bien lo que apaga su voz es el estruendo que liberan las máquinas. Las específicas para la producción de helado ocupan 7.000 de los i2.000 metros cuadrados de la nave. María José se ocupa del buen hacer del Departamento de Calidad y vigila la pureza de los productos que comercializa La Ibense-Bornay. Esto es, que ningún microbio u otro agente extraño altere su composición. La tarea para la más joven no es nada fácil, si se tiene en cuenta que son más de 700 los productos que salen de las entrañas de la fábrica. Además de las más variadas gamas de helado, en su obrador se elabora un buen número de productos de pastelería: borrachos, simples o de nata, tartas, de Santiago, de tiramisú, o de whisky, la gran estrella, bollería en forma de lazos, palmeras o donuts, y hasta torrijas por Semana Santa… Junto a María José, su hermana Nieves, de 3i años, explica las características técnicas del proceso industrial, con algunos añadidos que dan fe de la calidad de los ingredientes empleados: que si la leche es fresca, y no como en otros sitios que la utilizan en polvo; que si los colorantes son cien por cien naturales, como la cochinilla que viene directamente de Lanzarote y realza el color de la fresa; que si el cacao es puro, procedente del Trópico africano…
Todo este complejo entramado industrial no lo pudo conocer el bisabuelo Carlos en sus idas y venidas desde Ibi, ni tampoco su hijo, el abuelo José, que ya fijó su residencia permanente en Sanlúcar. “Nuestro abuelo”, comenta Carmen, “empezó a fabricar en un pequeño obrador. Delante tenía la tienda. No había mucha cultura del helado en aquella época, y en invierno se dedicaba a la pastelería. La vendían con el café”. Esta heladería artesanal ya fue famosa en toda la región, tanto que contaban entre sus clientes con la Casa Real. En esos años veraneaban por las inmediaciones del Coto de Doñana miembros de la Casa de Orleáns, que se aficionaron al sabor de los productos Bornay. “Una de las infantas”, prosigue Carmen, “que había vivido en Italia, le dio a mi abuelo la receta original de su helado favorito, el de caramelo, a base de crema tostada. En España no se había hecho nunca. Lo elaboró, y desde entonces se vende en este país el helado de crema tostada. Es muy especial, eh, no todos los fabricantes lo tienen. Así empezamos a utilizar la flor de lis en el logotipo de la empresa, para decir: soy proveedor de la Casa Real. Hoy es uno de los más consumidos”.
Sin embargo, el negocio del abuelo José todavía era muy limitado. Habría que esperar a la llegada de Carlos, el padre, 65 años hoy, para que pueda hablarse con propiedad de una industria, aunque artesana, cualidad de la que todavía se enorgullecen. Tenido por una persona ingeniosa y creativa, Carlos encontró en su mujer, María, sanluqueña por los cuatro costados, al partenaire perfecto, en la vida y en los negocios. Así lo dice a su manera Carmen: “Mi padre nos ha inculcado la creatividad y mi madre la perseverancia, el gusto por el trabajo bien hecho”. Con los pies bien anclados en su tierra andaluza, María dejó su trabajo de maestra en el Coto de Doñana para volcarse en el negocio familiar. De eso hace ya 38 años. El matrimonio delegó en sus cinco hijos la dirección después de la Expo de Sevilla, que les llevó prácticamente a la ruina. Mantienen que no se respetó un contrato que habían firmado para vender en exclusiva en el recinto ferial. María, de 60 años, prefiere olvidar aquella herida casi mortal y retiene la visión empresarial que ha guiado su vida: “Mire, para que se haga una idea, a mí me han llamado aquí ‘la dictadora’. Yo nunca me he metido en la vida de mis trabajadores. Lo que hicieran fuera de aquí nunca me ha importado. Pero eso de crear aquí un comité de empresa… De eso nada. Podían ser de Comisiones Obreras, o de UGT, lo que quisieran, yo nunca me he metido, pero de puertas para afuera”. El visitante, cauto, no pregunta nada sobre la afiliación sindical de los trabajadores, ni sobre si existe ahora comité de empresa. Por si acaso. Pero a juzgar por la gran cantidad de regalos depositados en una mesa al lado del despacho donde hablamos, a María (del Carmen) se la quiere. Y mucho. Ese día se celebra su santo. Y ya se sabe cómo se vive la jornada de la Virgen del Carmen en una villa marinera.
Hielo y fruta. De nuevo aparece el binomio mar y helados. Nada es fortuito. “Los heladeros, como nuestro bisabuelo, venían a puertos de mar y aprovechaban para su negocio las fábricas de hielo ubicadas allí”, señala Carmen, hija. Es curioso pensar que ese hielo empleado en conservar caballas y boquerones sirviera también para mantener en óptimas condiciones el helado de vainilla del primer Bornay. Y de ahí a hacer las Américas… casi un paso. Carlos, padre, comenzó en los años 80 la actividad exportadora, esencial para el negocio actual. “Mi padre fue el primero en utilizar las frutas como ‘envase’”, explica Carmen. “Pensó que era la forma más ecológica y natural de presentar un sorbete. Es un producto muy especial, no tiene nada de grasa. En Francia, por ejemplo, tiene mucha relevancia, aunque en España preferimos las cremas. Mi padre empezó a venderlos en su propia ‘caja’, vaciando las naranjas con una cuchara sopera. El entonces dueño de la empresa francesa Miko, que era español, le hizo el primer pedido. Nada menos que 5.000 unidades. Imagínate, con una cuchara”. Hoy, la empresa fabrica sorbetes de todo tipo en su envase natural: limón, pera, manzana, melón, mango, coco… Esas frutas heladas son ahora comunes en la carta de postres de cualquier restaurante, y son varias las marcas que las comercializan. “Nunca pudimos patentar el envase”, dice Carmen, “al tratarse de una fruta, un producto natural”. En Estados Unidos, el preferido es el de sandía.
La llegada al imperio americano es reciente. Hace año y medio, La Ibense-Bornay montó una fábrica en Chicago, desde donde distribuyen sus productos en varios estados y llegan hasta Nueva York. “Es curioso, pero no hemos notado un gran descenso de ventas después del ii de Septiembre”, constata Carmen. “En los primeros meses tras los atentados, hasta diciembre, sí se notó un bajón, pero luego las ventas se han recuperado. Pero sí que tenemos un poco complicado el tema del personal”. Las agencias de seguridad estadounidenses están extremando el control sobre los trabajadores de las empresas extranjeras que allí operan. “Estamos muy contentos con nuestra inversión en Estados Unidos. Ya sabes, lo más importante es el know how…”. Así y todo, y dicho con acento gaditano, el visitante llega a comprender la importancia del know how… “El 50% de lo que vendemos en EEUU se fabrica ya allí. En muchas cosas somos más competitivos que los norteamericanos”. A este gran mercado se unen otros curiosos, como el de Malta, e incluso más exóticos y lejanos, como Nueva Caledonia. “Vender fuera te hace ser más competitivo. Si te quedas en el mercado local no te enteras de las innovaciones. Si viajas ves en un momento lo que sucede en tu negocio. Y eso, viajar, lo hemos hecho nosotros toda la vida, vamos a todas las ferias que podemos”.
Las hermanas Bornay recuerdan especialmente una visita al sureste asiático donde hacían los helados… como churros. “Mezclaban todos los ingredientes, lo metían en una máquina y salía ya hecho. Increíble”. Y un contraste con las maneras artesanas que todavía se palpan en la fábrica sanluqueña, donde alardean de no utilizar “polvos”. Esto es, química.
Mientras la cuarta generación lucha con balances, franquicias, compras y exportaciones, la quinta ya está en marcha. “Mi hija, de seis años”, cuenta Carolina, “ya me da ideas para nuevos productos”. Las hermanas, al alimón, recuerdan su infancia ligada al empeño heladero de sus padres. “Éramos la envidia de los niños”, dice Carmen. “Y no lo entendíamos. Yo tenía una envidia horrorosa a una amiga mía. Su padre vendía golosinas”. “En verano, teníamos que venir unas horitas a la fábrica”, remata Carolina. “A partir huevos, o a exprimir limones para la granizada, o a fregar. Todos teníamos una obligación. El sentido del deber de mi padre era terrible”. Gracias a él, en Sanlúcar hay algo más que mar, coto, brisa y manzanilla. “Ya es tradicional venir a Sanlúcar a comer, tomarse una copita de manzanilla con el langostino y, de postre, un helado de La Ibense”.

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