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Opinión: ¿“Quién Me Entiende a Mi”?...

La Llama de La Dignidad

Por Concha Pelayo (*)

martes 07 de julio de 2015, 22:57h
La Llama de La Dignidad

“Cuántos arroyos de lágrimas eché abandonándote. Cómo suspiraba extendiendo las manos hacia tu Acrópolis, rogando a Atenea que salvara a su siervo para que no te abandonara”. Juliano, Emperador bizantino

La Llama de La Dignidad

Yo no derramé arroyos de lágrimas abandonando Atenas cuando la visité por primera vez, hace uno treinta años, ni volví a derramarlas cuando regresé a ella durante tres años consecutivos y ya se vislumbraba la mala situación de unos ciudadanos que mostraban unos rostros serios, entristecidos, desilusionados. Ni siquiera sonreían o mostraban un gesto amable cuando servían, desde la barra de un bar, un café o un refresco. Pero siempre abandoné Grecia con la sensación de dejar atrás la belleza más pura que pueda imaginarse y que perdura por los siglos de los siglos en un país que nunca se ha ensoberbecido de su arte ni de su cultura sino que transmite cierta humildad pese a esa grandiosa magnificencia cincelada en sus piedras. La belleza de Grecia es difícil superar como es difícil superar la emoción que se siente ante la imagen del Partenón cuando se muestra ante nuestros ojos y captamos el mensaje que la diosa Atenea concibió para la humanidad y que se refleja en sus bellísimas columnas dóricas. A esta magnífica obra que se construyó durante el reinado de Pericles según la inspiración creadora del arquitecto Ictinio, no solo se la puede contemplar por la belleza de esas columnas que se elevan al cielo con una imperceptible pero real inclinación hacia su interior, sino para entender la filosofía que encerraba su propia construcción cual era el recogimiento, la luz, el calor, la unidad, la humildad, todo un mensaje subliminal que la diosa Atenea, virgen, quiso llevar a la humanidad sacrificando su vida mundana para logar ese fin.

Ahora, a los griegos, se les pide un sacrificio insoportable, se les pide que renuncien a su esencia, a su dignidad; se les pide, incluso, que renuncien a ejercer la democracia que ellos mismos crearon para que se conviertan en esclavos o metecos, como aquellos a los que se les negaba la condición de ser ciudadanos. Un drama que supera, con mucho, a aquellas tragedias griegas de las que tanto se ha nutrido la cultura y la historia de la humanidad.

Ni la frialdad del mármol de Pentélico, con el que está construido el Partenón, que no ha conseguido restarle esa sensación de calor y recogimiento que irradia su contemplación, tampoco la frialdad de la Troika, ni de Merkel, ni la de ese selecto eurogrupo que intenta dominar a los griegos, conseguirá restarle esa fuerza y ese calor que viene de una cultura y un orgullo de siglos y que permanece indemne en cada griego.

Así, cuando habla el Partenón por sí solo, nos dice: “Yo, Partenón, soy la casa del ser eterno. Ni hablo, ni oculto, sino que significo. Mi voz es luz y espíritu. Me comprenderá sólo aquél que tenga ojos para verme y “espíritu” para comprenderme, aunque no sepa la lengua griega, ni tenga formación helénica. Mi fama es la luz y la luz es el ser eterno y el ser eterno, en el diapasón, es armonía. Por ello, para comprender esto se necesita “espíritu”.

Europa debería comenzar por intentar comprender a este sufrido pueblo que ha estado tan mal gobernado durante tantos años, y por lo que paga sus consecuencias, un pueblo que ha dado casi todo a cambio de nada. Europa debería dar un curso acelerado de humanidad, de solidaridad, de compasión, incluso. Pero, claro, para comprender esto se necesita ese “espíritu” al que se refiere el propio Partenón y me temo que Europa lo ignora.

No, yo nunca abandonaré nunca a una Grecia con sus islas inundadas de luz y de azules deslumbrantes que se han grabado en mi retina para siempre y que han emergido del mar Egeo para la placidez y el sosiego. Nunca más olvidaré la blancura de sus casas, donde resaltan los verdes, azules o amarillos tonos de puertas y ventanas, ni olvidaré las pequeñísimas ermitas salpicadas por doquier, coronadas de pequeñas cruces, donde al atardecer, sus sombras se proyectan unas sobre otras en mágicos abrazos, ni olvidaré tampoco las cúpulas redondeadas y siempre refulgentes por el sol, sobre las que las gaviotas del mar Egeo las sobrevuelan. Y permanecerán en mi recuerdo las viejecitas griegas, tocadas sus cabezas con primorosos pañuelos blancos, agrupadas y recogidas dentro de las iglesias, santiguándose una y otra vez, orando ante sus preciosos iconos.

A Grecia acudirán ricos y pobres, eruditos y analfabetos, elegantes y zafios, ordinarios y delicados, gentes en suma de las más diversas razas, pero todos regresarán a sus puntos de origen, deslumbrados y enriquecidos interiormente, con esa riqueza de alma que prende inextinguible como la llama olímpica prendió por primera vez en el estadio Panateneo de Atenas para nunca más extinguirse.

Ojalá que la soberbia de Europa no consiga extinguir la llama de la dignidad del pueblo griego.

(*) Concha Pelayo. Escritora. Miembro de AECA y FEPET.

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