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CUENTO

Satsumi, una mujer

Por Patricia Leite (Buenos Aires - Argentina).

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Todo era papel y tela. Luz y aire. Orden y esmero por la pulcritud. Satsumi esperaba quieta que el atardecer le perdonara el amargo letargo de su alma. Sentía temor de Dios aquella tarde, no podía ser bendecida si no encontraba calma en su interior.
No como la habían criado. Todo medido, todo permitir y callar, amar y perdonar.

Las mujeres de su época no podían ni debían pedir explicaciones de nada. Tampoco discutir ni reprobar.

Sólo admitir y llorar hacia adentro, sin que el mismo río bebiese sus lágrimas. Sin que el sol secara una sola lágrima en sus mejillas porque no debían asomar a ellas.

Ella lo sabía bien, conocía la disciplina de su pueblo, la dogmática educación dada por sus padres. Acatar, sin reproches ni un sólo acto, por vil que fuese. Eso era ser mujer.

Pero su corazón había probado el amor y sin que ella pudiese controlarlo, corría desbocado más allá de su cuerpo, de su razón, de su conducta.

Ozaka era un apuesto joven que había conocido en el jardín de la casa de su prima Sakusi, en la fiesta de Hanami. Él la había mirado y, como lenguas de fuego había sentido recorrer sus ojos por todo su cuerpo.

Tapó su rostro con el abanico y miró hacia el árbol, uno de los tantos sakura, que estaba engalanado con las flores más hermosas.

Con sus tonos rosa pálido, con su centro casi fucsia, que el sol hacía ver lleno de luz y calidez, pensó en lo que sus ancestros aseguraban con cada Hanami, el fin del invierno y la prometida primavera que auguraba una buena cosecha o no dependiendo de la cantidad de flores de los sakura.

Pero no podía concentrarse ni en las flores, ni en la música suave de kotos y biwas. Su mente vagaba en la mirada de Ozaka.

Su padre, observaba de lejos a sus hijas, sin perder un solo gesto y claramente vio el sentir de Satsumi.

Llamando a su esposa, le dio la impronta de hacer entrar a Satsumi a la casa y mantenerla allí hasta nueva orden.

Kytama cumplió con la orden de su esposo y entró junto a Satsumi, manteniéndola en la casa hasta recibir otra orden.

Obediencia y disciplina eran principios básicos de las mujeres japonesas de entonces. Otako llamó a Osaka para hablarle, en el jardín trasero para que las mujeres no pudieran observarlos. Osaka se disculpó y le pidió permiso para ver a Satsumi. Le fue concedido sin problemas ya que era un buen candidato.

Al ser llamadas madre e hija por Otako, la sorpresa fue grande cuando se les comunicó que Osaka había pedido ver formalmente a Satsumi.

Nueve meses pasaron.
Floreció todo el amor y la entrega de a ratos pequeños, en tardes cortas, soleadas como esa tarde en la que Satsumi se encontraba. Controlados de cerca por Kytama, los jóvenes se prometieron amor eterno y un hogar lleno de hijos.

Nueve meses pasaron. Solo nueve meses.

Poco duró la visita del Taii, capitán del ejercito, en casa de Satsumi. Sólo dijo a Otako lo que se sospechaba. Solo nueve meses duró la alegría de Satsumi y Osaka. Cuando Kytama le dió la noticia a Satsumi, ella hizo una mueca de dolor, pero no rodaron lágrimas por sus mejillas.

Osaka, su amor, muerto en la guerra, ya no volvería a mirarla como aquella tarde de la fiesta de Hanami, como tantas tardes.

Solo su corazón sentía destrozarse sin que nada pudiese curarlo. Pensó en el Hara Kiri, pero pensó en sus padres y hermanas. Pensó en Osaka y en ella, pero pensó en el sol y en Hanami.

Cincuenta años pasaron y Satsumi, con valor y seca de sangre y lágrimas cuidó a sus padres y sobrinos.

Cincuenta años esperando ese día. Y el atardecer le perdonó su aletargado y amargo dolor en el alma.

Llegó. La esperaba. Ahora si, volvería a ver a Osaka.
Ahora si, su amor estaría pleno. Osaka y Satsumi eternamente, como lo habían jurado.

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