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OPINIÓN

Gonzalo Rojas o de como se hace poesía con el martillo

Por Adolfo Vera – Desde París

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

Todos dirán: “murió un gran poeta”. Pero, ¿qué es, en definitiva, un “gran poeta”? ¿Qué es lo que determina que éste, y no aquél, sea “grande” y tenga derecho a cruzar las puertas de la historia? Nadie pondrá en duda, menos hoy, que G. Rojas fue uno de los grandes, de los más grandes.

Sin embargo, y en atención al legado eminentemente crítico que deja tras de sí este poeta, es preciso antes que nada tomar distancia frente a la recepción mediática que este hecho, que formará parte de las “noticias” de este lunes 25 de abril, necesariamente impondrá. Quiero decir: es inevitable no sentir un cierto desagrado, una suerte de náusea tan habitual en quien hojea los diarios o mira las actualidades en internet, frente al comentario generalizado: “murió un gran poeta”. Entonces uno se pregunta: “¿y qué lugar tiene hoy la poesía en el mundo, y sobretodo en un país como Chile, en el que no impera más que una repugnante mezcla de baja adicción al consumo y de furia desatada por el éxito inmediato, el reino indiscutido de la estupidez globalizada?” Digámoslo directamente, seamos sinceros alguna vez: en el fondo, a nadie le importa un carajo que se haya muerto Gonzalo Rojas, y menos que a nadie a los profesores de literatura y a los “intelectuales”, sumidos como están todos ellos -otros más girando en la rueda de la fortuna- en la competencia universitaria. En el mundo de hoy la poesía no tiene ningún lugar, y no es sino el desprecio lo que la sociedad le reserva.

 

Sin embargo, la pregunta persiste: “¿qué es lo que hace que un poeta sea “grande” (pues, lo repito, G. Rojas era uno de los más grandes)?” Yo resumiría una tentativa de respuesta en una palabra: “intensidad”. La poesía es el oficio que consiste en manifestar, de la manera más extrema y arriesgada, la intensidad de la palabra. Rimbaud -uno de los grandes maestros de Rojas- no se refería a otra cosa cuando hablaba de pintar colores a las vocales o cuando, en la Carta del vidente, señalaba que el poeta no es más que un “horrible trabajador” cuya más importante función no es otra que la de alcanzar, fruto de la más seria disciplina, la “alteración total de los sentidos”. “Yo habría podido perder la vida en ello”, agrrgaba en Una temporada en el infierno. Esta intensidad es entonces aquella que el poeta logra cuando es capaz de transformar (“alquimia del verbo”, llamó Rimbaud a semejante trabajo) el lenguaje por él recibido -fruto de su época, de la historia de las instituciones, en fin, de la “cultura”- y de convertirlo en algo inaudito. La poesía es, en este sentido, anti-cultural, contra-cultural: ella se enfrenta ante todo al medio social en el que aparece, y su batalla la lleva a cabo en el terreno del lenguaje.

 

En este sentido, G. Rojas fue uno de los poetas más “intensos” del siglo XX- el siglo en el que la experiencia de la “catástrofe” impuso a la historia su ley de sangre y de violencia. Rojas mismo se inventó para ello una particular genealogía: Nietzsche, en primerísimo lugar, del que aprendió a vivir y a escribir dionisíacamente, es decir, en contra de la moral, “contra la muerte”, pero al mismo tiempo afirmativamente: afirmación del cuerpo, del pathos y del peligro, afirmación ante todo de la “vida” y de su potencia; Rimbaud, como ya se ha dicho, de quien no sólo aprendió la “alquimia del verbo” sino que igualmente la capacidad de “callarse”, de permanecer “en silencio” (y aunque Rojas, a diferencia de Rimbaud, nunca abandonó definitivamente la poesía, sí supo permanecer - “demorándose, demorándose”, como él amaba decir- largas temporadas en silencio, asumiendo una verdad que sólo pertenece a los grandes poetas: se escribe igualmente “no escribiendo”, pues la escritura es también -y ante todo- la “vida”); Lautrèamont, sin duda, el joven y misterioso Ducasse que se atrevió a trabajar poéticamente el mal más extremo; Georges Bataille, de quien heredó la posibilidad -esencial en la poesía de Rojas- de una “mística erótica”, de una religiosidad sexual (dionisíaca e hindú, zarathoustriana) en la que, como dijo Bataille, el sexo aparece como el único acto humano capaz de enfrentar a la muerte directamente, y que permitió a Rojas ser uno de los más lúcidos intérpretes de la poesía mística en lengua española (¿Juan de Yepes leído desde Rimbaud?, ¿Sor Juana leída desde Beauvoir?). Esta genealogía sería sin duda casi infinita, y nos permitiría comprender en qué consistió la “intensidad particular” con la que Rojas vivió y escribió: política erótica del cuerpo, anti-moralismo y anti-cristianismo que le permitió salir indemne de los errores éticos (y que la poesía está íntimamente ligada a la ética, eso también nos lo enseñó Rojas) de algunos de sus contemporáneos: estalinismo ciego de Neruda, catolicismo estrecho de Anguita, pinochetismo indigno de Braulio Arenas, liberalismo ingenuo de O. Paz, videntismo apolítico de Diaz-Casanueva, entre otros.

 

Sabido es que las necrológicas siempre pecarán de la ingenuidad de recordar la vida del muerto como una vida ejemplar, destacando los aportes o los puntos altos de dicha vida como si ésta no fuera más que la acumulación de triunfos y de victorias. Tal vez la vida de un poeta posea al menos esta garantía frente a la de los “hombres de acción” (políticos, militares, héroes de toda especie): si de algo ella abunda, es de fracasos, imposibilidades, frustraciones. Supongo que Rojas, como la mayoría de los hombres y mujeres comprometidos de su siglo (¿y cómo no mencionar aquí entre los nombres de su genealogía a Gabriela Mistral y Walter Benjamin?), es un “fracasado de la historia”, uno que vio cómo se construían y se destruían (se construían destruyéndose)los edificios utópicos soñados. No de otra manera, pienso, habría que considerar su participación en el gobierno de Allende y su experiencia en la China de Mao. Sin embargo, viejo nietzscheano como lo fue desde el principio y hasta el final, Rojas vivió siempre aplicando los principios de la Gaya Scienza, de la Ciencia Jovial: afirmación del placer hasta en los momentos más puros de la tragedia, ejercicio del pensamiento desde y por el cuerpo, vida poética como vida peligrosa en contra de los contemporáneos.

 

Conocí personalmente -quiero decir: estuve con él algunas horas- a Gonzalo Rojas hace unos 15 años, en un encuentro en torno a la figura del Conde de Lautrèamont que tuvo lugar en Coquimbo, en el norte de Chile. Yo mismo era profundamente nietzscheano, lautreamonteano y rojeano; Rojas era para nosotros, de hecho, una especie de Nietzsche chileno, y amábamos (exagerándolo, sin duda) su inmoralismo, su anti-cristianismo y esa especie de poesía pornográfica que surgía de ciertos versos suyos. La tarde previa al coloquio, nosotros, naturalmente, festejábamos en el pequeño apartamento que nos había sido asignado por esos tres días. Nunca imaginamos que, de improviso, un señor de avanzada edad bajaría de un taxi y golpearía la puerta. Era Rojas. Venía, según dijo, a “conocer a los jóvenes”. Instintivamente, profundamente afectados por la presencia del autor de esos versos que recitábamos de memoria desde hace años, intentamos parar la música, esconder las botellas, apagar los porros. Rojas nos lo impidió. Bebió un rato, no mucho, con nosotros. Nos dijo que le agradaba la música que escuchábamos (Beasty Boys), que veía ahí un futuro para la poesía. Luego se fue, en el taxi que lo aguardaba (un amigo mío cercano a Rojas me contaba que el poeta había recorrido todo Chile arriba de un taxi).

 

Al otro día, lo escuchamos dar su Clase Magistral sobre el Conde de Lautrèamont (Rojas era uno de esos eruditos de otro tiempo, como lo fueron Borges o Paz, detentores de un saber universal que nada tiene que ver con el conocimiento universitario). Por la noche cenamos con él, hablamos mucho, nunca lo sentí abusar de su posición de “maestro”. Nunca lo volví a ver (¿o sí?). Este amigo mío cercano a él me contaba de vez en cuando cómo iba. Ahora, lo sabemos, está muerto. En esta época en que hasta los poetas están corrompidos por la lógica del éxito y de la fama fácil (la nueva moral en contra de la cual es preciso “hacer poesía con el martillo”), su recuerdo será el de la juventud que se “demora”.

 

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