Uno ha sido diplomático y jurista igual como yo, y ahora en la vejez le toca convivir con una grave deficiencia visual. La segunda es una de sus propias hijas, ligeramente limitada pero grandiosa en su generosidad. Y la tercera mi propia esposa que tiene que bregar día y noche con un marido octogenario, achacoso y lleno de manías, y la hija de ambos separada medio siglo en el tiempo por su propio esposo. Tiene que bregar, digo con dos formas de ser y de mirar tan diferentes como la abismática diferencia de edades, y andar templando gaitas entre el uno y la otra. - Que me perdonen por ponerles de ejemplo, pues sé que el Señor, en el que creo, (mi única virtud), ya ha perdonado a todos -.
El diplomático, por ponerle apellido, sobrevive y arde en su propia existencia por el hecho de cuidar a su hija querida y tan necesitada, y ésta a su vez a su padre adorado. Esta última ha tenido que ser operada y desde la cama del hospital, donde yace, me dice por teléfono con voz entrecortada que está muy satisfecha de haber sido intervenida parara poderme servir así mejor. Esta frase dicha por teléfono ha alcanzado mi corazón de lleno como una flecha incandescente del más puro amor humano.
Mi mujer, a su vez, brega día y noche, como digo, con su esposo - un servidor - y la hija de estos, llena de coraje, de anhelos y de sueños, propios de su juventud.
Sé que el Padre, que está en los cielos, vela y mucho por los tres, pues nos ama a todos y de forma desmedida ya que dio a su propio Hijo a la muerte, y una muerte de Cruz, por todos nosotros y nuestras grandes limitaciones.
Por contraste, otro amigo querido ha sido ejemplo de la degradación que supone su trastorno mental - posiblemente originado por su propio sufrimiento -. ¿Pero quién no sufre o ha sufrido en este valle de lágrimas?
Era solidario, cariñoso y amable, y se ha tornado mezquino, deletreando con su decir tan lento los defectos recónditos y olvidados de alma de los otros, en lugar de provechar ese tiempo precioso en mirarse así mismo en ese espejo implacable que es la propia vida.
Así, junto a la grandeza luminosa de los tres primeros contrasta la miseria tenebrosa del cuarto, sin duda aún no concienciada, como método tan inútil como errado.
Y así en el paisaje cercano de los más allegados tengo ocasión de ver conmovido, como hiciera en su día Víctor Hugo, la impresionante y patética verdad de la condición humana, como él hizo en sus famosas novelas que le hicieron famoso.