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Diez Cuentos Retrospectivos de Navidad (Y un poema de amor) (III)

Hospital

  • Texto Juan Carlos Rois Ilustraciones Eva Milán y Martín Rois

miércoles 27 de diciembre de 2023, 15:13h

27DIC23 – MADRID.- Cuando Pedro Armentos se fue de la habitación, el pobre viejo quedó solo en su soledad. Nadie, desde hacía días, venía a visitarle, si quitamos al médico que pasaba dos veces al día y las enfermeras que de vez en cuando iban a administrarle las pastillas y a hurgar en el goteo que tenía conectado al brazo.

Al vecino de cama se lo habían llevado berreando dos días antes y no había regresado. La habitación, a salvo de esas presencias fugaces de las enfermeras, era un lecho de silencio con el tiempo suspendido en el vacío.

El viejo estaba algo desorientado. A veces pensaba que estaba en su casa y a veces pensaba que ya había pasado a la otra orilla, aunque en general se sabía en terreno de nadie, con el tiempo congelado entre el ser y el no ser.

Tampoco sus recuerdos eran muy sólidos. Iban y venían, como la sístole y la diástole de las olas en el mar. Recordaba sus tiempos de niño, cuando pajareaba por su pueblo al salir de clase, o a sus hijos, cuando revoloteaban en la madrugada del día de reyes impacientes y emocionados, o sus divagaciones cuando paseaba ensimismado en el otoño, o sus momentos felices de recién enamorado. Pero se le desdibujaba el presente, lo que cenó ayer, si hoy hizo pis o qué pasó para que le trajeran a esta habitación de lentitud y aburrimiento.

Ahora mismo había estado con alguien que vino a visitarlo, de eso estaba seguro, pero no recordaba ni su cara, ni su nombre, ni de qué hablaron.

Le había dejado un paquete envuelto en papel de seda que aún estaba sin abrir en la mesilla. No tenía prisa por abrirlo. Cuando era pequeño le llegó a su madre un paquete similar que traía una caja con un reloj de bolsillo desvencijado, un sello de oro, una pipa y unas fotos de su padre. Fue uno de los peores días de su vida y todavía le dolía recordarlo.

El silencio de la habitación se fue adensando como la niebla en la noche y un cansancio antiguo le creció desde el estómago, subiendo por todo el tracto hasta la boca. El tiempo congelado también dejó ya de contar los minutos, los segundos, la respiración.

No sentía su cuerpo.

¿Habré pasado ya al otro lado? se dijo para sí, porque en su desorientación al menos sabía que estaba en el umbral último.

Cuando despertó, la mañana era muy entrada. Allí estaba Pedro Armentos, con dos niños enfundados en unos abrigos de cuadros.

Se sorprendió.

Desde luego aún no había venido la pálida a llevárselo.

No sabía quiénes eran esos tres extraños al pie de su cama, pero se alegró de todos modos.

Feliz navidad, abuelo, dijeron a coro los chavales.

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