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Diez Cuentos Retrospectivos de Navidad (Y un poema de amor) (IV)

San Miguel Arcángel

  • Texto Juan Carlos Rois Ilustraciones Eva Milán y Martín Rois

miércoles 27 de diciembre de 2023, 15:17h

27DIC23 – MADRID.- Gonzalo de la Peña pedía a diario de diez a doce y a las ocho y media de la tarde, al final de la misa de ocho. El resto del día se iba a otras capillas del barrio a echar unos rezos a la salud de San Simón, el de los tetrabriks, o a darse unos voltios calle arriba calle abajo por si caía alguna novedad o veía algún cofrade de su secta dispuesto a pegar la hebra.

San Miguel Arcángel

Los fines de semana descansaba y cedía su sitio a Abraham Borrachero, licenciado en la misma escuela de la vida y subarrendatario del negocio. Sábados y domingos no curro, decía, que es fiesta de guardar. Y la guardaba principalmente porque así hizo el mismo Dios bíblico, que culmino su esfuerzo creador al séptimo día, dando así a entender que la perfección de la creación no es el hombre, sino el descanso, y porque era descendiente de judíos por parte de tatarabuela y no quería ofender a los de su raza mancillando el Sabbat.

Antes de las diez templaba la voz con un solisombra. Para matar el gusanillo, Paco, decía, que me trastea en el estómago y sólo le hago dormitar con un buen copazo en ayunas y una de esas porras que tienes en la barra.

A las diez, como un clavo, se ponía en su puesto de guarda, que le venía la clientela y prácticamente ejercía de ostiario a la puerta del templo para la cofradía de las de la adoración nocturna, que hacían horas extra matutinas arreglando la Iglesia y se echaban luego un rosario para el coleto con Don Miguel para rematar la faena.

Las de la adoración nocturna eran piadosas y raro era el día que no le caían cinco o seis euros entre unas y otras. Pero no te los gastes en vino, Gonzalo, decía Doña Rosario, la de mayor ascendente del grupo, y cuida también de tu salud espiritual, que Don Miguel dice que está esperando que llegue el día que te eche el guante y te repase los diez mandamientos, que por oídas cree que hace más de diez años que no confiesas tus pecados. Y él con toda educación, que Dios se lo pague, que Dios las premie a ustedes en el Cielo, recuerdos a Don Miguel, que el día menos pensado me paso por el quiosco y canto de pé a pá la retahíla de mis debilidades para tranquilidad de mi alma inquieta y de la congregación.

El templo estaba estratégicamente situado al pie del metro, lo que permitía a De la Peña ver cómo iba y venía la concurrencia viandante y, de pascuas a ramos, conseguir un suplemento extra ecclesiam, porque el muy ladino se situaba no exactamente en el atrio del templo, sino en la de la entrada al recinto, junto a la valla a pie de la acera, con su cartelito lacrimógeno y especular de la mala conciencia del siglo hacia los pobres.

La parroquia en sí era un poco pastiche, con predominio del ladrillo neomudéjar, algunos añadidos funcionales de un grosero gusto, obra de la nefasta reconstrucción de Regiones Devastadas tras la guerra, y algún parche posterior e inoportuno que empeoraba más aún el conjunto. Estaba advocada al Arcángel San Miguel, capitán general de los ejércitos de Dios y fustigador de Satán y sus pompas.

Allí oficiaba con gran dominio de la situación, lo que no es moco de pavo para un desertor del arado, como era Gonzalo de la Peña, personaje entre los personajes de la grey de los fieles y casi parte del mobiliario litúrgico y simbólico del templo; cual santo sin peana y tangible con el que ejercer el consejo evangélico de la caridad a cuentagotas y de reconocer el rostro doliente de Jesús, quamdiu fecistis uni ex his fratribus meis minimis, mihi fecistis.

Gonzalo ejercía su limosneo de forma decorosa, con ropa modesta pero limpia de la que le daban en el ropero parroquial y con humilde recato de pobre hermano venido a menos.

La misa de las ocho era su especialidad. Se requería la máxima solemnidad, porque no sólo iban las de la adoración nocturna, ocho o nueve señoras capitaneadas por Don Raúl, el presidente de la sección, un señor muy bajito y con un pronto arrebatado nada despreciable que opinaba mal de casi todo, sino también otras cuantas feligresas de por libre de esas que no comulgan con ruedas de molino, como quien dice, más el grupo de sonrientes catequistas y algún que otro despistado que cayera por allí los días pares.

Con la colecta de la tarde le daba a de la Peña para financiarse un bocadillo vespertino con un par de chatos y darse por cenado y bebido hasta el día siguiente.

Gonzalo, dijo un día Doña Rosario, te hemos echado de menos. ¿Te ha pasado algo? Es que con el relente del otro día me dio un ataque de lumbago y me he pasado tres días doblado como una escarpia, doña Rosario. Menos mal que Dios aprieta pero no ahoga. Nos pusimos en lo peor, que te hubieras ido al otro barrio sin que Don miguel te diera el viático. No se preocupe, doña Rosario, que todavía me queda cuerda para tres cuartos de hora. Es que para nosotras eres muy importante, Gonzalo, que te conocemos desde hace más de diez años y no has dado una queja ni nadie tiene nada que decir en tu contra. Que eres casi como un hijo, como una parte, y no de las menores, de esta comunidad.

Quien lo iba a decir, pensaba de la Peña para sus adentros. Si lo supiera mi madre que en paz descanse se quedaba pasmada, que un destripaterrones que salió del pueblo sin oficio ni beneficio, fuera en Madrid ahora tan importante que no se pueden pasar tres días sin mi presencia. Que más que un pobre de solemnidad soy la piedra angular sobre a que se construyó el templo, aunque sea tan pastiche.

Lo dicho, un santo sin peana, de carne y hueso, verdadero sacramento del clamor de los pobres que sigue prendiendo la llama de la justicia que queda por hacer (y nadie hace) en los corazones de los cada vez menos feligreses.

Y el día menos pensado, acaba confesando sus pecadillos, que la carne es débil.

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