Unos empezaron muy jóvenes y otros más mayores, pero en general sufrieron las dificultades para publicar. Los había soñadores, que creían que iba a ser un best-seller aquellos argumentos que comenzaban a escribir. Otros, más realistas, vieron enseguida las orejas al lobo; y los demás, los pesimistas, acabaron tirando la toalla, pues para escribir hace falta amar un poco la soledad y es que el escritor entrega lo mejor de su vida a los demás, lo mejor de su vida que es “el tiempo”, el paso del tiempo. “Tempus fugit” decían los romanos, pero es que cuando se encierra el artista, sea pintor, compositor o escritor, sabe o pretende dar lo mejor de sí mismo a los demás. Porque se escribe para los demás, y a mí que no me digan tonterías, esos que dicen que escriben para sí mismos, como “Amiel”, el patológico personaje que retratara magistralmente Gregorio Marañón; miren un medico metido a escritor, pero que todo lo que tocaba lo hacía magistralmente bien.
Y bien, Antonio Arteaga como tantos artistas que he conocido lleva en su alma algo de inconformismo; no es un hombre convencional, vamos.
Yo era amigo de sus padres, veraneábamos en El Espinar (Segovia), y sus padres sí que eran maravillosos, maravillosos e inolvidables. Pienso que Antonio, el hijo, ha deambulado por distintos territorios a la búsqueda y captura de algo que le mereciera la pena. Hago esta breve introducción para decir que entre todos mis alumnos itinerantes es el mejor, pero el mejor a una larga distancia. Pues es capaz de fabular.
“Roderici” es el primer libro de una trilogía que no sé a ciencia cierta cuándo terminará, si es que ya no lo ha hecho. Al leer el primer volumen su prosa me arrebató.
Ambientada en la alta Edad Media tuvo la virtud de introducirme magistral e irresistiblemente en ella. Primero se había documentado históricamente muy bien. En segundo lugar condensaba una serie de términos medievales que daban a su prosa ese perfume irresistible de lo verdadero.
Decía mi amigo José María Gironella que la mejor forma de crear un ambiente es densificar el mayor número de términos y palabras referentes a ello, y Antonio Arteaga no sé si instintiva o calculadamente lo ha llevado a cabo desde la primera página. Son aventuras, sí, algunas verídicas, otras inventadas y las más, mixtas, pero todo ello rezuma Edad Media y eso no se lo va a quitar nadie. Son relatos más o menos trepidantes, pero rezuman autenticidad.
La oscura Edad Media tenía muchas virtudes que no tiene la clara y tecnológica edad contemporánea. No había televisión, ni periódicos ni telefonillos móviles pegados a las orejas de mis semejantes como si fueran mejillones, pero construyeron entre otras cosas las catedrales, y aquellos hombres y mujeres medievales sabían no solo morir con valentía, sino lo que es más importante por qué merecía la pena morir, eso que el Islam y otras culturas de las islas perdidas del Pacífico Sur aún no han olvidado.
Auguro para Antonio Arteaga, para su “Roderici” y sus compañeros de fatigas un éxito sonado a poca suerte que le acompañe. Pues además sus primeros libros, dada su lozanía y su fuerza, aspiran al mundo del cine y de la televisión, pues además de contar con argumentos históricos, gozan de unos paisajes y secuencias que van a ser fácilmente llevadas a la gran y la pequeña pantalla.
Por todo ello le deseo lo mejor, ahora que ha encontrado una vocación digna de ser vivida, y que tanto bien nos puede hacer a todos en este mundo, donde los seres enfermos y crueles lo siguen siendo sin la belleza emotiva, dramática y sincera, que tenían nuestros ancestros medievales.
Si (
No(
