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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

Villaverde de Trucíos

Por Germán Ubillos Orsolich
domingo 20 de noviembre de 2022, 23:30h

20NOV22 – MADRID.- Villaverde de Trucíos es un enclave de la provincia de Santander rodeado de Vizcaya. Allí tenían los Rozas Eguiburu un enorme caserío de su propiedad para pasar los veranos. Lo había adquirido Manuel Rozas Eguiburu, interventor General del Estado y amigo personal de mi padre.

Manuel Rozas Eguiburu era un hombre encantador, educado, inteligentísimo y cordial donde los hubiera; su hijo, Manuel Rozas Zornoza, inspector de Hacienda con el número uno de su promoción, era también muy amigo de mis padres, así como Carmencita, su hermana, que por cierto vivía en la calle Alberto Aguilera de Madrid, casi enfrente de mis padres y de Areneros, el enorme edificio de ladrillos rojos de los padres jesuitas donde se cursaban las carreras de derecho y de dirección de empresas, o ciencias empresariales.

A Villaverde fuimos a pasar unos días en pleno mes de agosto mis padres, con nosotros, y Valentin Zornoza con sus hijos y su esposa. Todos nos hospedamos en su majestuosa, enorme y recia mansión de estilo muy vasco, rodeada de una pradera de césped verde en forma de jardín, donde por cierto bajábamos a jugar al fútbol entre nosotros.

Coincidiendo con la festividad de la Virgen de Agosto, el patriarca Eguiburu nos reunía allí para celebrar la festividad de la Virgen con un almuerzo descomunal, constituido por veintitantos platos de diferentes comidas y sus suculentos sabores de la cocina vasca y castellana. Recuerdo que comenzábamos a comer a eso de las dos y media del mediodía y a las seis de la tarde no habíamos terminado.

Las doncellas servían; y el vino, la sidra, el chacolí, y las cervezas frías, corrían a raudales. La hermandad y camaradería que se cursaba allí es difícil hoy de describir, pues éramos todos considerados como hermanos; una misma familia, incluida Miriam Chassonaud, la joven francesa amiga nuestra que nos acompañaba.

Aquel verano Manolín Rozas Zornoza - así le llamábamos –, decidió que hiciéramos todos juntos una excursión a Colisa. Colisa era un monte cercano a Villaverde y al Langostero - la playa de frías y peligrosas aguas turbias y olorosas, cercana a la localidad -, y donde estuve a punto de ahogarme.

No recuerdo bien si se unieron Inés Higuera – famosa modista de altísima costura, que vestía entre otras personalidades a miembros del Gobierno – y Paco Sola, su esposo. Lo que si recuerdo y bien es que leíamos con frenesí, tanto a Thomas Mann, como a Galdós y a Marcel Proust, y siempre que podíamos lo hacíamos escuchando a la vez, en sofisticados equipos musicales, a Mahler, Beethoven y Mozart.

Tanto mi padre, como su amigo Valentín Zornoza, tenían dos tiendas legendarias en Madrid, en las calles de Pontejos y de Arenal respectivamente, ayudados de abundantes dependientes.

Lo que sí recuerdo también y con nostalgia es la calidad humana, personal y moral de aquellos seres, hoy idos ya al otro mundo. Una cultura, un mundo, un nivel de vida y unas bondades que escasean en la sociedad actual. No me gustaría decir que yo era un niño mimado y menos en estas líneas, pero en realidad si lo vemos en la distancia es sí que lo era; y lo era por la vida, por el bienestar, la seguridad, el cariño y el amor que nos profesábamos.

Carmencita Rozas, la hermana de Manolín, (creo que aún vive aunque no lo sé con certeza), tenía el gracejo de los Zornoza en su mezcla con Eguiburu, y era un placer escucharla. Lo que sí sé también, es que si buceo en estos recuerdos podría escribir de toda aquella época una narración más extensa que los episodios nacionales de Pérez Galdós o el Ulises de James Joyce.

Estudiaba por aquel entonces segundo de derecho en “Icade”, y aún no había sacado la cabeza a la superficie terrestre de la vida, quizá por la falta de preocupaciones.

Los hijos de Valentín, el de la tienda de la calle Arenal, y un servidor, dormimos la noche previa a la excusión a Colisa en una pensión cercana a la mansión, por falta de camas; donde sin embargo sí se hospedaban mis padres, sus amigos los Zornoza, y la pequeña Miriam que no cesaba de pedir al servicio zumos de naranja, cosa que irritaba un poco a Manolín, codueño del caserío.

La noche anterior a la subida a Colisa, Juan y Carlos, mis amigos, tuvieron diarrea, pero eso no fue nada si lo comparamos con las vomitonas que tuvimos mi hermano y yo, que íbamos vomitando las sardinas casi enteras tragadas en cantidad la misma noche anterior.

Lo que para los adultos era placer inefable, para nosotros, los niños y adolescentes, era tortura china esa manía por comer y comer exquisitos manjares sin dejar de comer.

La subida fue un safari, pues aparte de los Higuera; a los Zornoza, los Ubillos y los Rozas, nos seguían un nutrido grupo de doncellas – que entonces existían -, cargadas muchas de ellas con más viandas y suculentas carnes y pescados, dispuestas a que sucumbiéramos como en el famoso filme de entonces, “La Grande Bouffe”.

El verdor de los prados cántabros, las montañas y los valles en pleno mes de agosto, son difíciles de describir y más de imaginar para quienes no los hayan visto. Quiero añadir que cuando escribo esto mi esposa se ha ausentado a un pueblo del Guadarrama a recibir clases de cocina, y si no hubiese sido por ella yo hubiera perecido a la muerte de mis padres y de mi hermana sin remedio, pues hubiese quedado como un astronauta perdido y solo en los desiertos de Marte, tras la huida en una nave espacial de mis otros compañeros hacia una lejana y parpadeante estrella.

(continuará)

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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