Nacida en Londres en 1926, reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del norte, fue coronada en 1952 tras el fallecimiento de su padre el rey Jorge VI. Reinó por lo tanto 70 años, el más dilatado de la historia de su país.
En 1947 Isabel II contrajo matrimonio con Felipe de Mountbatten del que tuvo cuatro hijos, Carlos, príncipe de Gales y heredero del trono, nace en 1948; Ana, en 1950; Andrés, duque de York, en 1960; y Eduardo, conde de Wessex, en 1964.
Isabel fue consciente de su papel desde muy joven y asumió con gran responsabilidad sus obligaciones. Recibió la noticia de la muerte de su padre en Kenia y el 2 d junio de 1953 fue coronada reina en la Abadía de Westminster, en una fastuosa ceremonia a la que asistieron Jefes de Estado y representantes de las casas reales europeas.
Tras la II Guerra Mundial y los cambios que se produjeron en las colonias, Isabel II procuró preservar el carácter unificador de la Corona en el espacio político del antiguo Imperio Británico.
Viajó por todo el mundo y no pudo evitar los escándalos familiares, apodando ella misma el año 1992 como “annus horribilis”. Se dice que cuando murió Diana de Gales en el horrible accidente de automóvil en París y alguien se atrevió a llamarla en su presencia “la princesa del pueblo”, ella respondió lacónicamente que ella era “la reina del pueblo”.
Poco puedo decir de una reina no solo impecable en su papel, con un peso descomunal sobre sus hombros y dando ejemplo a todos los miembros de su familia y al mundo entero de las monarquías; que además cuyo reinado ha ocupado gran parte de mi propia vida, con una imagen imborrable ante mis ojos, para sentirme hondamente conmovido con su desaparición en la esfera de las relaciones políticas mundiales, sino también y mucho más en el recuerdo emocionado de millones de seres humanos sean monárquicos o no lo sean, por el sello de equilibrio y moderación que ha dejado como la estela luminosa de un cometa imborrable e irrepetible.