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Mi amiga Ernestina de Champourcin
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Mi amiga Ernestina de Champourcin

Por Julia Sáez-Angulo
sábado 20 de junio de 2020, 13:55h

20JUN20 – MADRID.- El poeta Arturo del Villar, a quien hice una entrevista, me presentó a finales de los 70, a Ernestina de Champourcín, como una de las dos poetas mujeres de la Generación del 27, de las que él era buen amigo: Ernestina y Concha Méndez-Cuesta, ambas del grupo de las “Las Sinsombrero”, porque, en los años 30, deseaban dejar libre la cabeza y la mente para que circularan nuevas ideas en ella y salieran con libertad creativa.

De ambas mujeres Arturo del Villar había publicado directa o indirectamente al hablar de la poesía de su Generación, en la editorial que fundó denominada Los Libros de Fausto, que contaba con cinco colecciones.

Los tres, Ernestina, Arturo y yo, nos veíamos con frecuencia, en la casa que Ernestina tenía en el Paseo de La Habana. A Ernestina le gustaban estos encuentros en los que se hablaba mucho de poesía y sobre todo de su gran amigo el poeta Juan Ramón Jiménez al que Arturo del Villar le estaba dedicando una larga colección, Ediciones Anotadas, en connivencia con los sobrinos del escritor de Moguer. También hablábamos de Zenobia. La escritora nos contaba anécdotas de su encuentro con el matrimonio Juan Ramón-Zenobia en La Granja de San Ildefonso, primero, en Nueva York después, cuando ella era traductora en América. Para Ernestina, Juan Ramón Jiménez fue su mentor adorado.

Menuda y habladora con su hablar pausado y entrecortado, Ernestina quería que fijáramos el día semanal de vernos para invitar a otros escritores y amigos. Sería el día de recibir en su casa, abierto a todo escritor amigo que quiera acudir. La idea era buena, pero yo no mostré excesivo entusiasmo, porque contaba con poco tiempo y ya me resultaba gravoso acudir a las frecuentes citas o tertulias con Arturo y ella en su casa, donde una vez allí disfrutaba del noble encanto de la conversación, el mejor tiempo de ocio.

En alguna ocasión aparecia por allí Emilio Lamo de Espinosa, sobrino de la escritora, a la que llamaba tía Nina. Emilio y yo habíamos estudiado juntos Derecho -también su esposa Paloma Abarca- y éramos de la misma promoción; él llegó a ser catedrático de Sociología en la Universidad Complutense y estuvo cerca del homenaje que se rindió a Ernestina en 2005, con motivo de su centenario.

Le hice varias entrevistas a Ernestina de Champourcín y Morán de Loredo (Vitoria, 1905 -Madrid, 1999) en distintos momentos y para distintas publicaciones, entre ellas el periódico Ya, donde hablé de ciertas dificultades de liquidez de la escritora, porque estaba vendiendo en subasta pública o a la Biblioteca Nacional las cartas que conservaba de Juan Ramón, algunas de ellas escritas a lápiz y con “su particular escritura rúnica”, al decir de Ernestina, porque efectivamente la caligrafía del Nobel se asemejaba a esa escritura.

Ese dato contado en la entrevista incomodó sobre manera a Ernestina, pues le habían llamado del Ministerio de Cultura, regido entonces por Jorge Semprún, por si necesitaba ayuda para vivir. Ella rehusó cortesmente, diciendo que podía vivir bien con sobriedad. Las cosas se complican a veces sin querer, pero Ernestina no se enfadó conmigo y seguimos siendo buenas amigas. Me consta que el Ministerio pasaba entonces algunas ayudas económicas a escritores que lo necesitaban, como a Alfonso Grosso y otros que la solicitaban como Gabriel Celaya, pese a haber obtenido doce millones de pesetas por la venta reciente de su biblioteca al Ministerio. Su mujer era muy pedigüeña, como lo era también la escritora Rosa Rachel.

Arturo del Villar y yo l decíamos , que convendría poner una placa memorial en la casa de la calle Serrano de Madrid, donde vivió Juan José Domenchina, esposo de Ernestina y también poeta de la Generación del 27. A ella le parecía bien la idea, así que iniciamos las gestiones con un escrito y documentación en el Ayuntamiento madrileño, regido por Álvarez del Manzano. El editor fue el encargado de entregar la documentación, pero desgraciadamente no se consiguió nada. El mutismo fue total y nos quedamos desencantados. Creo que ninguno de los dos, Arturo y yo, teníamos el suficiente nombre, crédito o influencia para lograrlo y el departamento municipal de placas, seguramente ignoraba quien era el poeta. Estas cosas funcionan así. Ernestina hubiera disfrutado con aquella placa, más que la que se puso en su casa del Paseo de la Habana a su nombre, tras su muerte.

Cuando comuniqué a Ernestina la noticia de mi boda en 1983 se alegró y me hizo varios comentarios de todo tipo sobre el matrimonio, serios, humorísticos, irónicos... Solo recuerdo uno a modo de conclusión que me pareció reflejaba su propia experiencia: “El matrimonio es un estado difícil pero interesante”. Lo he repetido mucho a las muchachas casaderas. Cuando en 1985 nació mi hija y la invité a su bautizo, y me ofreció para ella el regalo de una joya suya envuelta en un saquito de terciopelina azul. “Para cuando sea mayor”, me dijo. Se trataba de un anillo de plata con numerosos hilos de pequeñas turquesas engarzadas, anudados por un pasador. Seguramente Ernestina lo adquirió cuando residía en México.

De la capital azteca contaba muchas cosas. Reconocía que fue feliz allí. A diferencia de su marido, que echaba continuamente en falta a su querido Madrid natal; ella se adaptó por completo a la ciudad americana donde contaba con amigas muy queridas a las que citaba con cariño. Le gustaba relatar una anécdota que a mí me hizo particular gracia. Al poco de instalarse en la ciudad de México, contrató a una muchacha india para que le ayudara en las tareas domésticas. La escritora le hablaba en su tono habitual directo y expeditivo dándole las indicaciones precisas sobre qué limpiar o qué hacer en la casa, pero la muchacha se le plantó un día y, con cierta dignidad ofendida, le dijo:

-Señora, si me habla golpeao, yo la despido.
Seguidamente comparaba el tono seco de los españoles, sobre todo de los castellanos, con el más dulcificado de los latinoamericanos. Ella misma trató de moderar su tono en el país azteca y maya que es México.

En cierta ocasión le dije que yo escribía relatos y se echó a reír. “Hoy todo el mundo escribe relatos”, me replicó. Me quedé seria y le dije con voz algo impostada: “Ernestina, me has ofendido”. “No, no. No era mi intención hacerlo”, insistía después preocupada. Era una mujer sensible, cristiana practicante, como podría verse en su libro Hai-kais espirituales.
Comencé a hacer una colección de poemas manuscritos por sus autores y le pedí uno a ella. En realidad, fue de mis primeros poemas manuscritos guardados. Me preguntó cúal quería, pero le dije que lo dejaba a su elección. No tardó muchos días en entregármelo en un folio. Había elegido un poema dedicado al pintor Van Gogh “en consideración a que tú eres crítica de arte”, me dijo.

uchas veces habíamos comentado el retrato de perfil que le hizo de muy joven Bernardino de Pantorba, y que tenía colgado en su salón. Era una bella cabeza, un buen dibujo ligeramente coloreado que representaba un rostro joven y menudo, que guardaba bastante fielmente el parecido con la mujer madura que era ea finales de los 70.

Ernestina era una mujer muy independiente y de firme carácter junto a su amabilidad. Hablaba de Carmen Conde y de su marido, a quienes había tratado. También de las hermanas Pedroso y Sturdza, sobre todo de Lolita y Margarita, a quienes conoció en los años 30 en la casa de Juan Ramón Jiménez. Eran las niñas jovencitas que alegraban la vida del poeta, esas que le hacían decir a Zenobia cuando llegaban: “Juan Ramón, aquí están tus niñas”. También nos hablaba Ernestina de María Roësset, la escultora que se enamoró de Juan Ramón y acabó suicidándose, porque su amor era imposible al estar él casado. Fue un episodio muy doloroso que conmocionó a todos los que estaban cerca del poeta que llegaría a premio Nobel.

Quise conocer a Margarita de Pedroso y la entrevisté para el suplemento del ABC, llamado Blanco y Negro, bajo el título “Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón”.

Seguramente son muchos los recuerdos que yo tenga de Ernestina de Champourcín, pero, por ahora, son estos los que afloran. Cuando se vive sin pensar en que un día todo será sólo memoria, una no trata de atesorar con usura lo que vive, sino que deja deslizar las cosas suavemente sin atraparlas con la fuerza de la escritura. Irán viniendo más cosas al pensamiento, porque la memoria es caprichosa y permite añadir escolios.

El poema manuscrito citado lo doné a la Fundación Ernestina de Champourcín, sita en la Universidad de Navarra, al igual que todas mis fotos junto a ella. Hay que ir despejando las casas con voluntad y ejecución propia, antes de que amanezca. La Fundación que lleva su nombre guarda y difunde bien la memoria de Ernestina de Champourcín, figura que se agranda con los años, al decir de la comunicadora Raquel R. Bujalance.

En 1999 -murió el 27 de marzo de ese año, Ernestina fue reconocida con el Premio Euskadi de Poesía y el Ayuntamiento de Madrid le concedió el Premio Mujer Progresista y la Medalla al Mérito Artístico. Vitoria-Gasteiz convoca un premio con su nombre y el Grupo de Investigación en Historia Reciente de la Universidad de Navarra (GIHRE) ha convocado un certamen con su nombre, para promover estudios sobre la mujer.

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