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MESA Y MANTEL

Manolo Méndez
Manolo Méndez

Solomillo Wellington

Por Manolo Méndez - [email protected]

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Les contábamos en la entrega anterior, recordarán, del napoleónico “pollo a la Marengo”, y hoy les hablaremos de otro gran plato histórico, el que tiene como referente al que fuera gran oponente del corso, el general británico Arthur Colley Wellesley, ennoblecido como Duque de Wellington por la decisiva brillantez de su campaña victoriosa contra los ejércitos gabachos aquí en España, durante nuestra tan recientemente bicentenaria Guerra de la Independencia. No obstante, la pugna del inglés con Napoleón, como se sabe, tuvo su cenit de apoteosis definitivo en tierras belgas, en la memorable fecha del 18 de junio de 1815, en la decisiva y final Batalla de Waterloo.
Solomillo Wellington
Solomillo Wellington
Tras de aquello, colofón soberbio al brillantísimo prólogo de la campaña que dirigiera en España, el reconocimiento de los británicos al Duque alcanzó cotas similares, si no mayores aún, a las que, una década antes, habían distinguido al mítico Nelson, por sus gestas en la mar. Y así fue como, en esa concurrencia de apoteósico fervor, se hizo célebre y tomó carta de naturaleza la receta conocida como “solomillo Wellington”.

De su génesis nada podemos contarles, porque nada sabemos. Evidentemente, sir Arthur no era cocinero, y hasta es más que probable que desdeñara asomarse siquiera por las soterradas dependencias del obrador culinario de su mansión. Pero es que tampoco ha trascendido el nombre de su cocinero, quien presuntamente habría oficiado de “inventor”. Sólo se sabe que, tanto en sus campañas como en las recepciones que daba en su residencia londinense, Wellington gustaba con frecuencia de regalarse u ofrecer a sus invitados esta peculiar formulación sofisticada y excelsa del solomillo. No obstante, no son pocos los investigadores que apuntan a que los fundamentos, sibaritas donde los haya, de este plato, inducen muy mucho a pensar en un origen primigenio francés, tanto por la participación en él del foie-gras, como por el concurso del hojaldre, que tuvo su desarrollo moderno precisamente en Francia, tras ser recuperado y redescubierto, a mediados del XVIII, proveniente, cuentan, de los más viejos recetarios bizantinos.

Sea como fuere, el “solomillo Wellington” tomó carta de naturaleza definitiva y perdurable a partir de esa adjudicación de vínculo con el vencedor de Waterloo. Así se le reconoce en todo el mundo, menos, claro está, en Francia, donde, empecinados y escocidos aún, siguen negándole el apellido y le conocen como filet de boeuf en croûte, es decir, “solomillo de buey en costra”.

Y pues veamos, para terminar, cómo es y cómo se formula este plato extraordinario y genial, infinitamente superior, por supuesto, en delicadeza y excelencia, a aquel grosero napoleónico “pollo a la Marengo”, que referíamos en nuestra cita anterior. Convendrá también acotar y dejar dicho que, dado que no serán pocos entre nuestros lectores los que, por haber probado alguna vez el solomillo Wellington, acaso en ocasión de bodas y banquetes, donde es escandalosamente frecuente, refuten la receta en cuestión así sin más, tal vez con un, ¡menuda parvada... pues no es para tanto!, sin advertir que ese plato de su experiencia banquetil probablemente nada tuvo que ver con la receta genuina, ni en el contenido, un buen filete de solomillo de buey, ni en el continente, un hojaldre como debe bien ser, recién horneado; a más del concurso esencial de un foie-gras de honesta factura.

Su fórmula genuina, como suele ocurrir con las grandes creaciones, es por demás sencillísima: la pieza de carne, una vez salpimentada, se pasa por la plancha bien caliente, para que el calor la selle y no pierda sus preciosos jugos; luego, habrán de cubrirla con sendas láminas de foie-gras, para finalmente envolverlo todo en fino hojaldre, que habrán de pintar con huevo batido para que adquiera un apetecible color dorado al asarse en el horno bien caliente durante los pocos minutos necesarios para lograr ese color... Y a la mesa de inmediato, porque el “Wellington” no puede esperar, hay que esperarlo a él. Buen provecho.
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