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Vivencias

Ha  sido  un  gusto  chocar  con  usted

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

Me dirigía a mi acostumbrado primer lugar de trabajo del día, (en las mañanas lo hago en dos sitios diferentes) y de pronto en una esquina a mi izquierda, aparece un auto azul a baja velocidad, pero haciendo caso omiso a una señalización de “Ceda el paso”; aunque frené antes de llegar al cruce, el impacto fue inevitable.

Detengo el motor, me bajo, doy un rodeo por ambos coches y una temblorosa muchacha desciende del otro vehículo. Sólo camina en silencio.

Inicié el diálogo:

-¿Estás entera?

-Sí, ¿Y usted?

-Parece que también. ¿Oye, qué no viste el letrero  “Ceda el paso”?

-No sé, me confundí. Es que estas calles reversibles según la hora del día...

-Perfecto, yo también tengo mis reparos a este sistema; pero un “Ceda el paso”, es un “Ceda el paso”, independiente del sentido del flujo de vehículos.

-¿Y ahora que hacemos?

-No sé pues... No estoy acostumbrado a chocar. Primero corramos los autos, porque estamos bloqueando el cruce.

De pronto, sin darme yo cuenta, me sorprendo al encontrarme retirando los fragmentos de vidrios esparcidos sobre su asiento, para que  pudiera subir nuevamente y ubicarse a un costado de la calle. Un transeúnte nos ofreció su ayuda, mientras un vecino de la casa de enfrente le traía un vaso de agua (me imagino que al menos, ella sentía un importante apoyo moral del mundo que la rodeaba).

Me mira mencionando su nombre e  inquiriendo el mío.

A mi contestación agrego:

-¿Y tú que haces?

-Soy Psicóloga; voy a una reunión en la Universidad. ¿Y usted?

-Soy Médico y voy a una consulta que está como a 10 minutos de aquí, o mejor dicho iba, porque con esto ya no podré ir.

Me pregunta:

-¿No está enojado?

A lo que yo respondo:

-Bueno, no creo que lo hayas hecho intencionalmente. Y por lo demás, agradezcamos que nadie salió herido.

Esbozó una leve sonrisa, la que sólo duró hasta cuando yo aventuré una nueva y crucial interrogante:

-¿Tienes seguro?

-Sí, creo...

Me mantuve en silencio (tal vez algo desesperanzado).

Inspeccioné ambos vehículos; en el suyo ya no existía la puerta  del copiloto, la ventana pareció explotar, revisé su motor y estaba indemne. En el mío comprobé una importante pérdida de agua que manaba aparentemente de un costado del radiador, una rotura en el parachoques y el quiebre del foco y señalizador izquierdos. Extraje de la guantera un destornillador, porque mi patente había quedado sujeta de un solo tornillo y el otro lo había recuperado entre los restos de vidrios esparcidos por el pavimento. Un sello de mi parachoques apareció en el interior de su habitáculo.

Ella mientras tanto buscaba empecinada en una carpeta el número telefónico de su aseguradora. Luego hizo la llamada, y después de una breve discusión con quien estaba al otro lado de la línea, me confiesa tal vez con cierto grado de enojo pero haciéndome percibir sinceridad en sus palabras:

-Es que no puede ser. ¿Qué se habrán creído? Hace dos meses que me cortaron el convenio y nadie me había avisado...

Sólo la miré y volví sobre mis pasos ya andados, diciéndole:

-¿Pero cómo no frenaste?  ¿Pero por qué fuiste tan lesa? ¿Te das cuenta que en estos momentos tú podrías estar muerta; y yo camino a la cárcel?

-Sí, si lo se.

Bueno ya; pensemos que vamos a hacer ahora. Llama a tu Universidad para decir que no vas a ir, te noto demasiado nerviosa y como médico puedo dar fe que no te encuentras en condiciones de trabajar. Y yo avisaré también a mi consulta, al menos donde tenía que ir primero, ya veré después.

Durante esos minutos, varios autos pasaron por el sector; creo que tres o cuatro conductores me reconocieron, incluso más de alguno me hizo una cómplice venia... (yo; a las 10 de la mañana, charlando en una esquina  alejada de mi hogar con una agraciada veinte añera... la suspicacia humana da para mucho...).

Luego de facilitarme su teléfono, (me había quedado sin batería, -Ley de Murphy-  y  tenía que llamar avisando a mi trabajo); me dice:

-Yo voy a comunicarme a la casa después.

Aún no lo había hecho, porque desde que avisó a la Universidad de su percance, numerosas fueron las llamadas que recibió, y cada vez detallaba lo vivido con una creciente emotividad. Le pedía que no exagerara el relato, porque la frase “el auto quedó destrozado”, la encontraba de un dramatismo que rebasaba la realidad; era como mucho... Antes de llamar me quiso entregar sus datos; nombre completo, dirección, teléfono. Al  mencionar su calle me pareció familiar (era como a 5 cuadras de la mía). Le dije:

-Tengo un amigo que vive por ahí.

Pero cuando me dio su apellido... presentí algo insólito...

-¡Oye... tienes que ser pariente del Nano...!

-¡Sí, es mi padre!

La afirmo de un hombro casi abrazándola, sintiendo cierta emoción y en  tono un tanto protector le digo:

-Mira si tienes suerte chiquilla chica, yo crecí  con él en nuestro barrio de niños. Vivía frente a mi casa y después se cambió una cuadra más allá. Nuestros padres también se conocían, y yo fui amigo además de tus dos tías y de tu tío, el mayor, que era atleta del Instituto Nacional, mi colegio. Si sólo el mes pasado me encontré con tu papá comprando en el supermercado y estuvimos conversando un largo rato.

-No lo puedo creer… Mucho gusto…

-Igualmente... ¡Vaya que manera de conocernos...!

Volvió a recuperar sus probables colores habituales y permaneció sonriente. Me dijo que teníamos un par de ángeles que nos habían protegido.

Acto seguido, comenzó a marcar el número de su padre.

-Llámalo y cuando conteste me pasas el teléfono. Yo le contaré lo sucedido.

-Pero no le diga que fui la culpable...

-Lo siento, la verdad ante todo. Y de tu culpa no te voy a librar...

En efecto, la joven llamó y le manifestó un escueto:

-Papá, un amigo de la infancia te va a saludar.

Una vez que establecimos un afectuoso diálogo, yo proseguí con una sorpresiva frase:

-Vas a tener que tomar nota de unos encargos que te voy a hacer; escribe: una puerta para el auto de tu hija, un foco delantero, un señalizador, una reparación de  parachoques y probablemente de un radiador, para el auto mío.

Confundido, intrigado y me imagino que también asustado, me contestó:

-¿Qué pasó, chocaron? ¿Dónde fue, pero están bien?

Le describí brevemente la escaramuza (a esa altura ya casi tragicómica) en que nos había involucrado el destino.

Finalmente con mi compañera de aventura decidimos no acudir a Carabineros. Y es más, ella ya había perdido con esto su día laboral; por lo cual, horas más tarde la esperaría en mi otra consulta para otorgarle una Licencia Médica. Porque yo en el cabal ejercicio de mi profesión había determinado que presentaba un cuadro angustioso reactivo, y así no podría trabajar ese día.

Pusimos en marcha los vehículos y con mucha precaución nos dirigimos hacia nuestros respectivos hogares. Le acompañé durante las 10 cuadras que recorrimos hasta nuestro punto de separación.

Fue así, como a las 13 horas, recibía en mi consulta del centro a una atribulada paciente, que hasta hacía tres horas atrás no conocía. Luego de comentarme ciertas molestias musculares, examiné su cuello y sus tobillos y al explicarle que todo me parecía bien, noté una leve disminución en su sobrecarga emocional. Le extendí su licencia; (fue una atención médica sin costo por supuesto, caballero hasta el final) y momentos más tarde regresábamos amistosamente en el metro (incluso insinuó pagar mi pasaje). Ya para esa noche, yo figuraría como un nuevo contacto en su Facebook.

Por todo lo descrito; de sus reacciones deduje un subliminal: “Gracias señor, fue un gusto haber chocado con usted”.

 

Nota: como todas las cosas ocurren formando parte de un todo en la vida; al día siguiente recibí la llamada de un colega, quien me decía que necesitaba urgente una Psicóloga para su Centro Médico y obviamente que lo ayudé. Le di su número  telefónico a una profesional que había conocido intempestivamente sólo 24 horas antes.

 

 

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