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Celebrando un nuevo aniversario del Instituto Nacional.

Por Marcelo Fernández Romo – desde Santiago de Chile

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Celebrando un nuevo aniversario del Instituto Nacional.

En Santiago de Chile, el Instituto Nacional, emblemático y más antiguo colegio del país hasta hoy vigente, está celebrando este 10 de Agosto su aniversario número 198. Y sabiendo la cantidad de Institutanos dispersos por España, Europa y el mundo entero, he querido publicar estas reflexiones.

 

En distintas ocasiones algunos ex-alumnos de la “Promoción 1970" me han pedido "el borrador" de lo que expresé en el almuerzo de Agosto del año 2010 con motivo de nuestros 40 años de egresados. Y en estos días en que todos andamos "conectados" con nuestras raíces institutanas he pensado compartirlo una vez más.

Institutanos  todos:

Cuando me solicitaron que colaborara con algunas recuerdos y añoranzas para ser leídas en este día, la verdad es que me compliqué ¿Cómo poder compendiar en unas pocas líneas la gratitud inmensa que siento hacia mi cuna académica?

Comenzaré diciéndoles que hace 5 años, también estuve acá, convocado a una charla vocacional, para los 3º y 4º medios, y ese día les confesaba a los muchachos que no puede haber una instancia más sublime que ser llamado al seno del propio Instituto, para dar cuentas de qué hemos hecho con nuestras enseñanzas aprendidas en él… qué hemos hecho con nuestras vidas… Les diré, que al igual que ahora, sentí una gran emoción, pero también una gran responsabilidad, por tener que transmitirles tantas sensaciones.

Hoy, cuando ha llegado un nuevo aniversario, en el cual el Instituto Nacional casi a la par con la Patria ya se empina a celebrar su Bicentenario  y cuando mi promoción está cumpliendo 40 años de aquel lejano pero siempre presente Martes 22 de Dic. de 1970, en que abandonáramos para siempre nuestras queridas aulas institutanas; he creído oportuno recordar parte de un escrito que leí en una cena de camaradas, en un mes de Agosto de algún año pretérito. Por tanto quisiera mencionar frases plasmadas en esas líneas, que traducen un agradecimiento eterno por aquella oportunidad que me presentó el destino allá por el año 1964 al ingresar a sexta preparatoria y que tan bien aproveché y disfruté, ser: ¡Institutano! Porque ser institutano es un estilo de vida, es mística, es pasión, es un sello, es llevar grabada la insignia en la piel.

Algo de esa carta decía:

Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, soy un ciudadano cualquiera, surgido como ustedes, de aquellas eternas y añoradas aulas, quien ha heredado de por vida instancias imborrables del quehacer institutano, como el respeto al prójimo, el respeto a las tradiciones familiares, el respeto al adulto mayor, la honestidad del institutano de corazón y el saber emocionarse hasta el día de hoy al escuchar los sones del himno de nuestro colegio. Porque hasta hoy conservo la costumbre que al encontrarme con un ex  alumno (incluso de otras promociones), siento que el mundo deja de girar y comenzamos a girar nosotros alrededor de otro mundo, un mundo de una fantasía real; y aparece “la Paulonia” y los comedores del medio pupilaje del antiguo edificio de Arturo Prat y viene a la mente aquella supuesta infranqueable puerta resguardada por el portero “Panchito” y más tarde en San Diego 32 por Torres, en amena charla con don Manuel Pavéz y éste enviándonos una y otra vez a la peluquería para ordenar nuestro cabello (y muchas veces con ello nuestras neuronas).

En fin, recuerdos imborrables en nuestras vidas, como las inesperadas revisiones médicas en la enfermería o las desorientadoras charlas con el Orientador en el epílogo de nuestra formación.

Jugando con los recuerdos podemos jugar con el tiempo.

Nadie podría olvidar el miedo sentido en nuestra infancia ante personajes cuya sola presencia ya era intimidatoria: señores Poblete y Quezada presentes en esos pasillos sombríos y polvorientos del “edificio viejo”; pasillos de los cuales en una tarde cualquiera el alumno Gacitúa de la sala vecina nos permitió comprender que Ícaro había sido tan sólo un mito…

Es más, podríamos estar horas haciendo evocaciones, ya que como institutanos se experimenta algo muy especial cada vez que se abre esa chaqueta azul de los recuerdos y encontramos en cada compartimiento de su interior un fragmento de la vida institutana y de la vida propia; porque el querer y alimentar ese recuerdo día a día, no es otra cosa que agradecer... Y por todo esto ¿Cómo no hablar el idioma aprendido en esos años?, que es un idioma de vida, un idioma de esfuerzos, un idioma de trabajo y un idioma de honestidad. ¿Cómo olvidarnos de ello?, si es la única herencia verdadera que le podemos dejar a nuestros hijos; todo lo demás se acaba, se deteriora, se envejece, es robado o es destruido; pero la cultura, la educación y el valor de la rectitud con que fuimos educados, es un capital inagotable que rinde los mejores intereses en el mercado del diario vivir, y sobre todo en los tiempos en que actualmente se debate nuestra sociedad. Porque aunque parezca duro, es la realidad: no debemos ni podemos seguir engañándonos; y tenemos que ser los primeros en reconocer con hidalguía y con valor que nuestro querido colegio se va viendo amenazado con dejar de ser lo que era, porque también el ritmo de vida, la competitividad, la mal entendida libertad,  el equivocadamente llamado éxito, y el respeto por los demás… también han dejado de ser lo que eran…

No obstante me despido con alegría, recordándoles que ser alumno del Instituto Nacional es un privilegio y ser ex  alumno es una bendición de por vida. Y les renuevo todo mi sentir institutano, diciendo: una vez tuve un sueño, era institutano y quería ser un profesional… y ahora tengo otro; soy un profesional y no quiero dejar de ser institutano.

Esa era parte de la carta leída aquel 10 de Agosto.

Y ya finalizando con estas palabras, debo confesarles que experimento  la sensación que la nuestra fue una promoción que dejó huellas… ¿Qué magia tuvo aquel grupo egresado en  1970?   Fuimos  todos  amigos.    Fue   un   sentimiento   transversal   que  nos  unió

por sobre las paredes que separaban nuestras respectivas salas de clases.
Tal vez se debió al producto de una aleatoria conjunción de astros y estrellas, alineados al ritmo de los acordes de los Beatles; cayendo  como  bendición  sobre el último grupo de  alumnos,   tras  los  cuales   desaparecería  para  siempre  la  antigua   denominación  de  “humanidades”?…

En efecto, fuera cual fuere la razón, es que no hay miembro de la familia institutana contemporánea, que no tenga un conocido en la promoción-70.

Nuestro grupo de compañeros, tuvo algo muy difícil de explicar. Tuvimos el tiempo justo para ser felices, antes que se fracturara la convivencia entre hermanos de la nación.

Afortunados los que hoy podemos sentir tres motivos de orgullo: ser Chilenos, ser Institutanos y ser de la Promoción 1970.

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