Huele a polvo, a plástico, a gasolina, a hedor impreciso.
Pero los niños juegan, saltan sobre los cachivaches desperdigados, se creen gacelas, pájaros, héroes que desafían a las leyes de la naturaleza.
Ríen, sufren, el tiempo no existe, el espacio es infinito. Juegan al futbol, juegan a la guerra.
Sombras, disparos, sirenas.
Y ellos juegan, juegan, juegan.
Una ráfaga lejana. Sonidos estruendosos. Casas derrumbadas. Un disparo certero de un francotirador le parte el corazón.
Los otros niños corren asustados a esconderse. Cae entre dos coches fulminado. Se desangra.
Otro chico lo arrastra por un brazo y lo resguarda tras un coche.
Un reguero de sangre tizna el suelo del crimen, cual marca indeleble de Caín.
No merecía haberse perdido esa vida de tal manera. No lo merecía con independencia de todos los horrores de la zona, de todas las razones que se puedan esgrimir, de todas las apelaciones a viejas tradiciones y a derechos acartonados, de todos los discursos sobre el ius ad bellum y el ius in bello, de todas las panoplias y declaraciones, de todas las mentiras y medias verdades.
No lo merecía. Ningún niño lo merece, como no lo merecen las miles y miles de vidas perdidas en esas comunidades rotas por la guerra y la violencia que nos envuelve como el aire que respiramos.
Me da igual cuál es el bando del que salió el disparo, cuál es la justificación que se le busque a su actuar, quién el que ejecutó la orden o el que la dio.
Me dan igual las razones y las excusas, sean cual sean, provengan de una autoridad legítima o de una banda de malhechores, de un dios o de un demonio.
Debería pararse el mundo para hacer el necesario duelo. Para honrar estas muertes que nos degradan a la condición de asesinos y cómplices a la que no queremos descender.
Para hacer de tal dolor nuestra tabla de salvación.
Ojalá esta muerte colme el vaso y afecte a los corazones. Hagamos duelo. Duelo de acogida de la razón de los vencidos y contra la violencia rectora.
Si (
No(
