Morir de Saciedad

Las dos noches anteriores había comido esa especie de gelatina que flotaba en todas partes y no le cabía nada en el estómago.

En el esfuerzo de la noche pudo escuchar los canticos de las ballenas. Cantaban desgracias y alegrías, como todas las canciones, sean de ballenas, de humanos o de cualquier otro bicho viviente.

Flaqueaban sus fuerzas cuando amaneció y pudo ver al horizonte la playa de arenas blancas.

Hacia allá se dirigió con las pocas fuerzas que le quedaban. ¡Si al menos pudiera reposar sobre el lecho mecido de las olas y descansar un rato!

Estaba obnubilada, desorientada, perdidamente mareada y a punto de ahogarse y hundirse en el fondo del mar como un pesado fardo.

Cuando bajó la marea quedó allí varada. Había muerto.

De hambre.

A pesar de que, al abrir su panza cetácea, encontraron una gran maraña de plástico, tal vez su alimento de los últimos días, mientras se sentía saciada y se moría de hambre, porque el plástico no alimenta y mata pero ocupa un lugar en el espacio.

Es una muerte dramática. Hambre por saciedad. Sobredosis de plástico humano tirado al mar. Asfixia evitable. Muerte evitable. Sufrimiento evitable.

Pero el mundo gira y gira, envuelto en el plástico con el que lo estrangulamos.