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Diez Cuentos Retrospectivos de Navidad (Y un poema de amor) (II)

El Jajam buen nombre Abolphazán de Migallalonga

  • Texto Juan Carlos Rois Ilustraciones Eva Milán y Martín Rois

martes 26 de diciembre de 2023, 17:09h

24DIC23 – MADRID.- Nunca sabré quién eres. No podré conocerte. No habrá recuerdos, ni tampoco ausencia. Ningún rincón evocará tu sombra. Cuando caiga la lluvia sobre el huerto no podré imaginar tus ojos nerviosos mirando más allá del aguacero. Nunca sabré el timbre de tu voz. Ni oiré tu risa. Ni siquiera podré olvidarte. Olvidarme. Saber quién soy, quién fui. Qué fue del mundo entonces, desmemoriado, del que nada queda.

El Jajam buen nombre Abolphazán de Migallalonga

Tal vez nunca exististe, no existió nada, y los ecos opacos del pasado son solo ensoñación; un relato, un cuento que alguien inventó en su angustia.

Es el viento el que ulula. El viento que agita las copas de los árboles y que levanta una especie de rumor, como un melisma sostenido, como una queja sorda que rasga el alma y susurra palabras inconexas.

Por esta alameda una vez hubo niños jugando. Y hubo otra vez, o tal vez la misma, un molino con su acequia. Y una historia, o muchas historias enlazadas, hoy olvidadas entre las enredaderas.

La atarjea conducía el agua desde el río al cubo y luego al cárcavo, ahora enmarañado de maleza, donde viven unas ratas de agua y los murciélagos.

Tal vez aquí se vivieron pasiones. Tal vez gozos y odios. Tal vez ausencias y nostalgias. La vieja historia repetida de nuestro sello indeleble de juncos abatidos, como enroscada en sí misma, una y otra vez regresando del polvo a la niebla y de la niebla al polvo.

Contemplo ahora la pequeña arqueta semienterrada en la tierra. El viento gime aliviado.

¿Quién fuiste, dime? ¿Qué dice esta ausencia de ti o de tu mundo? Y es la brisa quien responde en su susurro de borbotones.

El viento susurra historias olvidadas. Historias singulares como estratos superpuestos, uno tras otro, creando sedimentos, hasta una primera historia, antes de los tiempos, en la que se inició el ciclo de los mismos errores, los mismos atolladeros, los mismos desenlaces, los mismos triunfos y esperanzas, como si un bucle aprisionara su trama y la insuflara, capa tras capa, en una constante revolución de la misma rueda de la fortuna.

¿Qué hubo antes del molino? ¿Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? Tantos duques excelentes, tantos marqueses y condes, y barones, como vimos tan potentes, di, Muerte, ¿dó los escondes y traspones? Y las sus claras hazañas, que hicieron en las guerras y en las paces, cuando tú, cruda, te ensañas, con tu fuerza las atierras y deshaces.

Pero no puedo saberlo. No sabré quién eres, quien fuiste, quién serás en un nuevo ciclo de tu órbita errante, llamémoslo destino. O promesa. O catástrofe.

Hubo un molino. Y unos molineros. Y hubo tres chiquillos que crecieron a su amoroso cuidado.

En la pendiente de la vida murió ella y el molinero acusó el golpe, rasgó su keriá y comenzó su rosario ques.

Quedó entonces ciego y eran sus tres hijos quienes se ocupaban del molino, quienes cobraban la maquila, quienes acarrea- ban los sacos y molían el grano, quienes limpiaban la cuba y la muela, quienes vendían su harina de flor y conseguían el sustento.

Aquel molinero era un recuerdo vivo, la memoria de toda la comuna. Un sueño derramado, como el agua que corría por la acequia para saciar la sed de los de su pueblo.

Enseñaba en secreto al Jazán y al resto del minyán de las conmemoraciones y reunía a los jóvenes, como si fuera el mezuzá con sus pupilos, cuando se prohibió la enseñanza y se cerró la Yesubot y se les obligó a vestir con la estrella cosida en sus ropajes.

Como vivía apartado del caserío del pueblo, pues el molino estaba donde el río Lembrado saltaba y se apresaba, allí guardaba el árbol de la vida y el natlá y el kos kidush y la arqueta con los tefilá, todo disimulado entre las artesas y los aperos.

Leía en el secreto de la noche la Torá iluminada por Zabaráh e Ibn Hayyin, que pudo rescatar, sobornando al alguacil, cuando secuestraron todo el esplendor de la sinagoga. Pero ahora el molino es una ruina y el recinto puro olvido comido por las malezas del campo. Y la alameda que un día se pobló de rumores y cánticos está sola y dejada, como si nunca hubiera habido otra cosa que zarzas y espigas.

Paseo entre sus soledades. Simplemente paseo. Nada sé, nada intuyo, Pero al pisar las pelusas de los álamos no es mi huella la que se marca en el suelo, porque antes pisó tu pie inseguro, camino ya del destierro.

El tremor de las hojas que se agitan me estremece. Parece un lamento sordo. Un aullido interminable. Hay una sombra casi imperceptible, como una presencia, como un reclamo de asombro, como una ficción o un sueño, que

toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.

Bajo a la orilla del río. En este mes lleva fuerza el caudal que desciende de la sierra cárdena y parece como si su sonorosa soledad invitase a la admiración de esta clausura del presente, cesura ya fuera del tiempo.

¿Estaré vivo aún?

Pero ha saltado un sapo, o quién sabe qué bicho agazapado en los juncos, prevenido de mi presencia.

De repente se ha apagado el griterío de los pájaros y el coro de ruidos de la ribera hace silencio. Sólo la corriente que bate los árboles se hace tangible. ¿Preludio de tormenta de primavera?

El tiempo se coagula en el susurro de la brisa suave. Es como una apariencia delicada y sutil que me roza y me salva de mis propios demonios.

Aquí hubo un manzano. De él tomó la poma una mujer. Era sabrosa.

¿Oiré otra vez tu vieja historia, la vieja historia del río y la alameda? ¿Fue aquí donde empezó todo? ¿Tal vez donde acabó? ¿El sitio del renacimiento, del eterno retorno?

Un viejo ciego lloraba con lentitud, como si orvallaran sus ojos resecos. Había malvendido el molino y sólo esperaba que sus hijos recogieran los bártulos para marchar hacia el Sur y cruzar la raia hacia Portugal.

Un carro chirría, como no queriendo recorrer ese amargo camino. ¿Será su última protesta?

El viejo medio invidente se agita y sube inseguro por el aparejo, pues sus fuerzas le abandonaron hace tiempo y su vista es casi nula.

Arrean el carro, salen antes de amanecer, que no quieren que nadie los vea marchar. Y así desaparecen como si nunca hubieran sido.

Nadie los recordará. Unos porque no les interesa, otros porque los despreciaban, los demás porque para ellos ya eran nada y menos que polvo.

Nada sabré de aquel tiempo, porque el viento el solo viento y los árboles son demasiado jóvenes para tener memoria de hechos tan pretéritos.

Porque las sombras son sugestión y los restos herrumbrosos desperdigados por el suelo sólo son despojos abandonados y mudos del viejo molinero que malvendió el molino cuando las órdenes reales arrasaron su mundo de afectos y recuerdos.

Tiro una china al río y se agitan las ondas creciendo suavemente hasta lamer la ribera. Río que siempre es el mismo. Aguas que corren y saltan. Pasas llevando en tus ondas palabras de amor, palabras.

El sueño me embarga. Parece real, pero sé que no lo es.

El viejo molinero, el respetado Jajam olvidado que sabía que todo esto había de pasar y aún vendrían más penalidades, impregna esta desolación.

Aquí hubo un manzano, hijo de otro manzano, y de otro y de otro, hasta llegar al primero de todos, del que salió la primera manzana de la discordia, la que tomó Adán antes de descubrir su desnudez y echar la culpa a Eva. La que tomó Peleo para abrir las puertas a Pólemo y culpar de la guerra a Hera y a Afrodita. La que ofreció Paris antes de raptar a Helena. La que Epimeteo comió cuando robó a Pandora su cofre; la que tiró Hipómenes para hacer trampa en la carrera a la virgen Atalanta y obligarla a casarse con él. La que tanto deleitó a Isabel cuando firmaba la pragmática por consejo de su confesor. La que Blancanieves comió por encanto de la madrastra, la nusna que le dio a Arturo la capacidad de hablar con los animales o a Newton la iluminación.

El Jajam Abolphazán cuidaba aquel manzano que florecía imperturbable tras acabar cada invierno, sin fallar a su cita eterna.

Bajo el manzano hubo de enterrar un día a su mujer cuando profanaron el cementerio.

Muchas primaveras sucederán a muchos inviernos, muchas flores brotarán a pesar de las nieves, muchas manzanas penderán de sus ramas, muchos nuevos troncos nacerán de sus semillas antes de que el árbol de la vida se seque y los hombres seamos expulsados del paraíso que hemos mancillado.

Porque el Jajam sabía que las desgracias nunca vienen solas y que el destino de desastre estaba escrito en nuestro fuste torcido.

Ya lo había advertido en sus estudios, que el relato del Edén no era una historia pasada, ni un recuerdo de otros tiempos pretéritos, sino una profecía del futuro que anunciaba la expulsión del mundo, nuestro hogar afable, al final de los tiempos, cuando ya todo esté perdido por nuestra dureza de oído.

”Porque Edén, el jardín delicioso, no fue clausurado antaño por el castigo a nuestros primeros padres, ni está en la tercera esfera como dicen los místicos, sino que es el mundo que vivimos desde el inicio, con todas sus maravillas y la sinfonía de perfecciones que lo componen y bendicen. Y a los hombres que venimos naciendo y muriendo en él, a quienes llama la Torá Adán, somos nacidos del polvo de la tierra, partículas de la sustancia plena del orbe, uno más de los inquilinos de este Edén que amablemente nos cobija. Más, envenenados por nuestro engreimiento y soberbia, endiosados como reyes caprichosos, creyéndonos dueños y señores de todo cuanto alcanzamos a tentar, lo destruimos a diario emponzoñando su aire y su agua y matando a sus creaturas y a los otros semejantes, sometiendo a las plantas del campo para que hilen y tejan para nosotros y devastando cuanto hay de hermoso y gratuito. Y así labramos nuestra historia, añadiendo calamidad a calamidad y dolor a dolor, hasta que el peso de nuestro exceso acabe por ser sin remedio y, cual dice la Torá, seamos echados del jardín que tanto ensuciamos.

Y la alegoría de la manzana dice que el efecto de la expulsión se debe a la causa de nuestra dominación y sojuzgamiento, que tomando la natura por nuestra sirviente, sin respetar la leyes que rigen su armonía y alterando sus límites para nuestro beneficio, provoquemos nuestro propio anonadamiento y veamos nuestra desnudez calamitosa y ya sin remedio y seamos expulsados de la dicha natura y volvamos al suelo y al polvo del que fuimos un día tomados”.

Tal vez no sea la última palabra, porque los Nabi´im prometen un camino de salida que podemos elegir cambiando el derrotero por el que nos dirigimos.

Aquí plantó el viejo una viña que cuidó con esmero. Pero dio agrazones y su vallado se arruinó y su vino era pobre y por más que se esmeraba en cuidarla acabó por arruinarse y hubo de arrancarla y dejar yermo el pago,

donde nada crece.

Ahora están sacando los cuerpos de dos hombres y dos mujeres de debajo de la tierra.

Tras la quema de libros en la capital, habían huido cuatro maestros, pero fueron detenidos por orden del Comandante sublevado y fusilados por falangistas en la vieja viña.

Tiraron. (¿Cómo fue que pudieron tirar?)/ Mataron. (¿Cómo fue que pudieron matar?)/ Eran cuatro soldados callados/, y les hizo una seña, bajando su sable, un señor oficial;/ eran cuatro soldados atados/, lo mismo que los hombres que fueron los cuatro a matar.

Antes aún, cuando los franceses impusieron al rey José, unos soldados llevaron atados a siete vecinos que daban alimentos a una cuadrilla de guerrilleros. Los condujeron por la senda que desciende hacia el río, pasada la alameda, hacia las ruinas del viejo molino.

Bajo esas tapias aparecieron varios proyectiles de plomo de esa saca de inocentes.

Nunca encontraron los cuerpos de los ajusticiados, pero en las noches sin luna se escucha el miedo de los desgraciados recla- mando la factura de justicia aún sin atender.

Los viejos del lugar dicen que también hacia la acequia enterraron a los librepensa- dores a los que el cura negó entierro en camposanto invocando la ley de Paulo IV. La humedad del lugar habrá deshecho por completo sus restos.

Otras sombras y lamentos pueblan ahora el viejo pago asolado.

Su griterío de espanto es un clamor que el viento no puede ocultar. Ya no habla sólo el Jajam expulso.

Hablan los fusilados y sus asesinos. Hablan los niños de los judíos obligados a cambiar su fe para mantener la cabeza sobre el cuello, hablan los profanados restos de la molinera y los libros ocultados entre el tapial del derruido molino, hablan los vecinos que ajusticiaron los soldados franceses, hablan los que sembraron de sal la viña y quienes antes del Jajam depositaron su maldad sobre esta tierra en una cadena de interminables eslabones atada siempre al cuello de los sojuzgados.

Hablan sus silencios, sus sufridos y mudos silencios pendientes aún de florecer.

Los caminos se entrecruzan. Los errores se repiten y se multiplican. La atrocidad no tiene término.

Qué terrible repetición de la desgracia, de una desgracia que no es fortuita, sino fruto de la acción de unos hombres sobre otros

¿Será también incorregible?

El manzano estaba florecido. Flores bancas y efímeras que prometen manzanas blancas.

Siempre que pienso en el manzano se disipan las nieblas de la tristeza, esa rata descalabrada de dientes de culebra a que corroe las entrañas. Retorna la alegría, como si de su tronco manara un caudal vibrante de primavera.

El manzano en flor, mortaja de la tristeza, anuncio de la esperanza, umbral de vuelta a la infancia, cuando el abuelo nos llevaba al Soto y nos contaba sus historias plagadas de fantasía.

Aquí vivió un hada escamosa que ofrecía las primicias del manzano. Quien las comía era alcanzado por el fulgor de la luz y las pupilas se le llenaban de escamas.

El murmullo suave y pacífico de la brisa delata una presencia. Una brida amable, como una caricia.

Iris amarillos y blancos se abren paso entre la maleza. También las matas de aladiernos de las tapias del viejo molino están floreciendo.

Tal vez, al fin y al cabo, no esté dicha la última palabra ni cumplida la última promesa.

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