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Cuento: “La Columna del Bárbaro Gentil...”

Rozando la Historia...

Por Carlos Morales Fredes *

viernes 02 de julio de 2021, 15:03h
Rozando la Historia...

02JUL21.- Bolivianos y turistas lo conocían como “el tren de la muerte”. Yo iba, ilusionado, en uno de sus vagones, rumbo a la frontera del Brasil. Me encontraba en la primera región, desempleado. Uno de mis amigos se había ido a San Pablo el año anterior, y ahora, cumpliendo su promesa, me convocaba.

Viajé en tren a Bolivia, donde compré un boleto de segunda hasta la frontera brasileña, y me encaminé a los coches de pasajeros con sus tradicionales e incómodos escaños de madera. En cuanto me negaron el acceso, señalándome secamente los vagones metálicos usados en nuestro país para la carga, no tuve dudas de que el empleado estaba cometiendo un error.

No había tal, y terminé viajando más de cuarenta y ocho horas en calidad de res. Cuando me apoyé contra una de las paredes del vagón, no había más de una docena de personas con sus bultos. Tres de ellos destacaban, por sus frondosas barbas y crecidas cabelleras, que les daba aspecto de llevar tiempo recorriendo el país, ya que no obstante sus ponchos y toscas ojotas, no eran nativos. Luego de un par de horas de viaje, en un lugar de la sierra, donde una breve cuesta obligó al tren a disminuir su premura y aumentar su esfuerzo, saltaron del carro. Minutos antes, uno de ellos, el más imponente, había encendido un grueso cigarro, y su cara de Cristo pareció perder beatitud. Mientras se erguía, nuestras miradas se encontraron, y en ese momento supe. La guerrilla cubana, con el “Che” a la cabeza, estaba en Bolivia. Atónito, los seguí con la mirada, hasta que se perdieron en la selva mientras, el corazón, parecía remontar por mi garganta.

Caía la noche del segundo día al arribar a Puerto Súarez, último emplazamiento boliviano. La cantidad de personas en el carro superaba las sesenta almas, quienes habían realizado durante el viaje, y sin inhibición alguna, todas las actividades propias de su humana condición.

Crucé la frontera, ingresando a Curumbá desde donde salía el tren hacía el interior de Brasil. En cuanto manifesté mis intenciones de seguir hasta San Pablo, inmigración me pidió mostrar un mínimo de trescientos dólares, acreditando así mi condición de turista.

Permanecí largo rato en la estación después de salido el tren, sabiendo que la única opción era regresar a Chile, pero todo mi capital lo había invertido en el frustrado periplo. Salí del lugar abatido, sin saber dónde ir ni qué hacer.

¿Eris chileno?” El sujeto se pasaba, en seco y con la destreza que da el hábito, una rasuradora de hojilla por la incipiente barba al tiempo que me interrogaba “¿no tenis la cuota de viaje?”. Le confirmé mi nacionalidad y estado financiero. Me invitó a quedarme con él dividiendo gastos.

El consuelo de hallar un compatriota se desvaneció abruptamente al oír su propuesta. “¿Y cómo, si no tengo dinero?”. Le había sucedido lo mismo, pero unos importadores brasileños pagaban tres mil cruzeiros por usar los pasaportes, y necesitaban otro.

Ante mi extrañeza y desconfianza el individuo me informó que, aprovechando un resquicio legal en las franquicias aduaneras del país, un extranjero podía comprar un vehículo en Brasil, e ingresarlo a Bolivia legalmente. Para los ciudadanos de este país, los precios eran muy favorables, y al llegar a Santa Cruz hacían el traspaso, ya que todo no pasaba de ser una triquiñuela con visos de legalidad.

Al día siguiente, disipadas mis aprensiones, nos levantamos en cuanto el primer rayo de luz se filtró bajo la puerta, y acudimos al lugar para de inmediato iniciar los trámites de compra. Después de eso, sólo restaba alquilar un carro plano, y embarcar los autos. El ferrocarril daba un plazo de siete días, por lo que nos enviaron de regreso a la frontera boliviana.

Nos alojamos en un sitio que ostentaba el pomposo nombre de “Hotel”, pero que no era otra cosa que un alojamiento rústico dotado de implementación mínima. Puerto Súarez era lo más parecido a un pueblo del lejano oeste. A todas luces un sitio sin Dios ni ley.

Por tratarse de una zona tropical, el calor y humedad reinantes nos permitían dormir poco y mal, por lo que platicábamos hasta altas horas de la noche. El dueño del “Hotel”, un boliviano cincuentón, casado con una hermosa joven “santacruceña”, acostumbraba a jugar póker y beber generosamente junto a sus amigos, contribuyendo a nuestro desvelo.

En la cuarta noche, cuando empezábamos a hundirnos en el sopor del sueño, un “¡mierda!”, emitido con el característico acento altiplanico, nos sacó de la modorra. El grito, acompañado de un fuerte golpe propinado sobre la mesa, nos hizo sentar en nuestras camas, expectantes.

¡No me puedes hacer esto!” “¡Devuélveme las escrituras del hotel, ten compasión de mi señora y mi hijita!” La voz del hombre era de súplica desesperada, de humillado ruego, pero el mutismo del otro sujeto era tácita respuesta. Después de una tensa espera se volvió a oír la voz del propietario del lugar: “¡Esta bien perdí, y perdí como un hombre! ¡Por que yo, soy muy “¡Juan macho”, sí señor! En mi juventud fui boxeador y aún tengo los guantes, te los voy a mostrar”. El otro sujeto, que no había emitido palabra desde iniciado el singular pleito, pareció esperar el retorno de su rival y los guantes aludidos. Pero después de unos instantes reaccionó, e intentó marcharse, a juzgar por el ruido de la silla y sus apresurados pasos. Volvimos a escuchar al otrora bonachón dueño del “Hotel”, vociferando un perentorio “¡quédate ahí!”, seguido de tres disparos que resonaron atronadores por la cercanía y el nulo aislamiento proporcionado por la precaria malla mosquitera que cubría nuestra ventana.

El grito de la víctima y el ruido del cuerpo al caer fue opacado por las voces que daba el victimario: “¡Este infeliz ha intentado violar a mi señora, y yo he tomado mi arma y le he matado! ¡ha sido legítima defensa!”. Nadie se asomó a discutir lo contrario.

Al otro día un familiar del “casero” se acercó indagando nuestra versión de los hechos. Acerté a decir, ante el silencio de mi amigo que, durante la noche, nos pareció escuchar un reventón de neumático, o el tubo de escape de algún camión. “Y ambos volvimos a dormir” –agregué– fingiendo indiferencia. El sujeto se marchó, satisfecho.

Al día siguiente vimos pasar un breve cortejo acompañando al finado, mientras el homicida reanudaba sus rutinas administrativas.

Cumplida la semana vimos, con gran júbilo, llegar a la estación ferroviaria los tan esperados carros planos, por lo que nuestros agobiados semblantes y conmocionados espíritus descansaron ese séptimo día.

Llegamos a Santa Cruz anocheciendo. Nos esperaban los ansiosos propietarios de los vehículos, por lo que nos despedimos con mi compatriota, y cada uno se fue con el titular correspondiente.

Durante la cena, disfrutando de la interesada hospitalidad de mi benefactor (al otro día haríamos el traspaso notarial), me fijé en unas fotografías donde ostentaba uniforme de ejercito y grado de coronel. Por lo que la conversación derivó a su pasado militar y sus campañas en la sierra boliviana.

El hombre confidenció, con naturalidad que rayaba en el descaro, que su temprano alejamiento del ejercito se debió a una fracasada operación en lo más intrincado de la selva, donde fue capturado, junto a su destacamento, por el “Che Guevara” y “algunos” guerrilleros. Ante mi curiosidad, y a la pregunta de “¿cuántos?”, respondió, con gran desfachatez, “siete u ocho, no me acuerdo”.

Sin reparar en mi asombro ante lo indecoroso de su relato continuó diciendo que, durante su permanencia como prisionero del célebre guerrillero, fue tratado con alguna consideración por éste. “No así por la Tánia esa”, refiriéndose a la no menos conocida guerrillera, que escoltaba al “Che” por esos años. Cuando el revolucionario argentino no estaba en el campamento, el maltrato era diario y sistemático.

Me refirió, además, que les fueron mostradas fotos de altos personeros de gobierno con algunos de los guerrilleros, comprobando así una infiltración de alto nivel. Vi, a través de esto último, la explicación al mínimo pundonor mostrado por el coronel. ¡Él no era el único burlado!

Entregado el vehículo, retorné a Cochabamba después de un azaroso viaje en microbus, el que debido a las nevadas –y para solaz de los nativos– quedó varado casi todo un día en las cumbres andinas. Calzando ojotas y vistiendo solamente un colorido y delgado poncho sobre sus escasas ropas, acudían a observarnos con cándida curiosidad, permaneciendo horas con el hielo hasta las rodillas, sin evidenciar molestia alguna.

Llegado a la ciudad, me embarqué hacía La Paz, en una versión vial del vagón ferroviario, un camión “de pasajeros”. La manifiesta “informalidad” del país, ya no me importaba tanto como llegar a mi destino.

Los trenes rumbo a territorio chileno, partían sólo los viernes y martes. Mi tardía llegada, ese fin de semana, me obligó a permanecer hasta el martes siguiente en la ciudad paceña.

Después de apartar el dinero del pasaje, alquilé una sencilla habitación y especulando con los precios, deduje que alcanzaba para solventar una austera estadía hasta volver a mi ciudad, en un retorno de dulce y agraz. Esa noche comí en un modesto local, y por el costo supe que, aun siendo optimista, con suerte me alcanzaría para un par de días. Reduje entonces mi dieta a un jugo de zanahorias, y como ligero paliativo para el espíritu e intelecto, adquirí un par de “Selecciones del Reader’s Digest”, las que –tras leer mientras ingería con gran ceremonia mi vitamínico jugo– cambiaba, por una módica suma en una feria cercana.

Tras estos breves afanes cotidianos, volvía a leer y dormir, intentando minimizar la sensación de hambre tanto como la espera.

Llegué a la “ciudad de la eterna primavera”, flaco hasta el escándalo, e irreconocible para los míos. Y no obstante que el viaje estuvo pleno de hechos desafortunados –e inclusive trágicos– hasta el día de hoy me asiste la certeza de que, mi encuentro en ese inhóspito vagón, y más tarde haberme hospedado y compartido la mesa del coronel boliviano, me permitió –a lo menos– rozar en vida la leyenda del mítico “Che Guevara”.

* Carlos Morales Fredes – Es un poeta, narrador, cronista, (1951) chileno, residente en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Es socio fundador del Club de Lectura “Cuenta conmigo”. Columnista del periódico ariqueño “La Estrella De Arica", periódico en el que ha conseguido ser el columnistas más leído. Primer premio regional en poesía (1986). Premio especial prosa en concurso nacional de Empresas Denham (2008). Obtuvo en dos oportunidades el “Premio a la creación” del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con sus obras “Ausenciando”, (cuentos, 2008) y “De Corín Tellado y otras novelas de bolsillo”, (novela, 2015). Es autor de “Crónicas de aeropuerto”, “El resucitador en serie”. Ha participado en numerosas Antologías: “Avisos desclasificados Vol. I”, “La Nueva Nortinidad”, “Catálogo de Escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo). “Identidad y Pertenencia”, “Muestra Literaria de escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo), “Antología De Los Extremos De Chile”, Arica–Parinacota, Magallanes–Antártica. Antología de escritores de Arica–Antofagasta, “Antología del Cuento Chileno vol. II”, (Mago Editores), 2016, “Los Diez Mejores Cuentos de Arica–Parinacota” (2018), Antología Binacional Arica–Parinacota, Chile. Madrid–Valencia, España. Su obra “De Corín Tellado y otras Novelas de Bolsillo”, ha sido incorporada por la Doctora Soledad Maldonado Zedano, a su cátedra en la Universidad San Agustín, Arequipa, Perú. (2019)

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