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Cuento: “Columna del Bárbaro Gentil...”

Entre el cielo y la tierra

Por Carlos Morales Fredes *

domingo 31 de enero de 2021, 16:36h
Entre el cielo y la tierra

31ENE21.- Julián era callado, diferente a su hermano. Sus largos silencios nos desconcertaban, pero los teníamos por normales, dados sus escasos años.

Le encantaban los tallarines con salsa, los postres y los libros. Libros con ilustraciones al principio, después todos los que caían en sus manos. Un día lo sorprendimos hojeando un tratado de álgebra que estuvo olvidado por años, en un estante. Sonreímos y alborotamos sus cabellos castaños, al verlo.

Marcos era distinto, inquieto, más “niño”. Jugaba y hacía maldades acordes a su edad.

Contrario a lo que se podría pensar, le iba mejor a Marcos en el colegio –con todo lo desordenado que era– que al mismo Julián.

Algo notable sucedió durante un almuerzo. Cuando la Berta, nuestra nana, sirvió de postre macedonia de frutas, Julián –con gran seriedad– dijo que ese postre se llamaba así por una batalla. Una pelea entre turcos y griegos, en la ciudad de Macedonia. Quedamos con las cucharas entre el plato y la boca, al escucharlo. Hasta ese minuto, suponíamos que él ni siquiera estaba enterado de que el mundo era redondo.

Ganaron los turcos –le escuchamos añadir, con la misma formalidad– antes de levantarse de la mesa.

La curiosidad nos ganó, por supuesto. Demoramos en hallar el dato. No había Internet, en esa época. Una rareza, en todo caso. Los turcos, en una cruenta batalla acaecida en Macedonia, masacraron a los griegos. Fue tal su ensañamiento que prácticamente los hicieron picadillo. Exhibiendo un macabro sarcasmo, la soldadesca le dio ese nombre a cualquier plato que llevase algo trozado.

Conforme pasaba el tiempo, empezamos a preocuparnos por sus prolongados lapsos de silencio. Sentado en el balcón, con la vista perdida en la porción de cielo que se avizoraba desde nuestro quinto piso, permanecía inmerso en un mundo sólo por él conocido. Al principio tratábamos de sacarlo de ese letargo, pero, por consejo del médico, acabamos dejándolo en paz. Por evitar que se resfriase, lo arropábamos con una pequeña manta. Aunque no había palabra ni gesto alguno de reconocimiento, sus deditos sujetaban con firmeza el cobertor, gratificado por el calor que le brindaba.

Uno de esos días, cuando ingresaba aferrando aún la frazada sobre los hombros, se nos ocurrió decirle que parecía un superhéroe, con su capa.

De esa palabra –dijo, con la voz aletargada por el frío – nació la expresión escapar. Antes, cuando las personas usaban capas –explicó, mientras permanecíamos boquiabiertos –se las quitaban para huir sin engancharse. La botaban para evadirse. Por eso se dice escapar –concluyó.

Creímos estar curados ya de espanto, cuando les regalamos las bolitas. Estaban en unos recipientes idénticos, transparentes, para evitar los conflictos habituales respecto a la cantidad. Marcos quedó feliz. Julián en cambio, luego de observar ambos envases, se mostró desencantado. Argumentó que a su hermano le habían tocado dos bolitas, más que a él.

Las contamos cuidadosamente. Tenía cuarenta y siete. Marcos, cuarenta y nueve.

El doctor explicó que no se trataba de poderes extrasensoriales o algo parecido. Que, en algunos casos de autismo —muy pocos— se daban estas extrañas manifestaciones.

Existen personas con este síndrome, que llegan a hablar veinte idiomas –agregó, echándose hacia atrás en su butaca –pero se perderían si salieran de su casa y quisieran volver solos. Y aunque suene peyorativo –se excusó– en el ámbito psiquiátrico se les distingue como: Idiot Savant o idiotez iluminada. En su hijo –continuó, animado por nuestro silente interés –se fusionan un retraso mental moderado, con habilidades sorprendentes. La cantidad de datos que acumulan los convierten en calculistas extraordinarios o enciclopedias vivientes. Pero esta información, al no ser filtrada debidamente, lejos de convertirse en don se transforma en patología.

Lo queríamos, claro, cómo no habíamos de quererlo. Pero aún guardábamos esperanzas cuando vino ese dictamen lapidario. Los destellos de genialidad no ocultaban su verdadera condición. La palabra anormal se instaló como doloroso lastre en nuestras mentes. Y ese sentimiento se fue convirtiendo en amargura y reflejando en nuestros semblantes.

La tristeza mutua dio paso a la búsqueda de hipotéticas culpas, a los reproches y los comentarios hirientes.

Él se daba cuenta, estábamos seguros. Sus estadías en el mirador se fueron haciendo mas prolongadas y sus mutismos, al igual que los nuestros, más profundos, insondables.

Nuestras demostraciones de afecto, los abrazos –según aprendimos– él los veía como una invasión a su espacio y no como muestras de cariño. ¿Cómo llegar a quien no reconoce las emociones ajenas, ni evidencia las propias?

La siguiente vez que nos maravilló fue cuando Marcos sacó un fideo del colador donde la Berta los tenía escurriendo. Al momento de echar la cabeza hacía atrás para sorberlo, como era su costumbre, Julián se lo quedó mirando.

Ese es el tallarín más largo de la olla –sentenció, como si nada.

Esa vez lo tomamos como algo personal, todos. Hasta la Berta ayudó. Pusimos un papel mantequilla sobre la mesa, y extendimos uno por uno los tallarines, medios pegajosos como estaban. Uno al lado del otro, con cuidado. El señalado por Julián, luego los demás. Los observamos desde todos los ángulos, Marcos trajo una regla. El primero era, sin duda alguna, el más largo. Cuando lo buscamos para felicitarlo, ya estaba en la terraza. Viéndolo tan ausente de cuanto lo rodeaba, nos quebramos de súbito, presos de una repentina congoja por este hijo inexplicable. Antes de retirarnos, lo arropamos con la pequeña frazada. Su capa.

Oscurecía cuando Berta nos avisó que el conserje y unos policías estaban en la puerta. El oficial se despojó de la gorra al vernos. Sus palabras adquirieron una reverberación plañidera, al irrumpir en nuestros oídos. Lloramos mucho, abrazados –sin pausa lloramos– en tanto los seguíamos hasta la terraza.

Allá, a la distancia, cinco pisos más abajo, se alcanzaba a divisar –apenas– el cuerpo desarticulado de Julián. Y a nuestros pies, entre la butaca y la baranda del balcón, yacía abandonado el cobertor.

* Carlos Morales Fredes – Es un poeta, narrador, cronista, (1951) chileno, residente en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Es socio fundador del Club de Lectura “Cuenta conmigo”. Columnista del periódico ariqueño “La Estrella De Arica", periódico en el que ha conseguido ser el columnista más leído. Primer premio regional en poesía (1986). Premio especial prosa en concurso nacional de Empresas Denham (2008). Obtuvo en dos oportunidades el “Premio a la creación” del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con sus obras “Ausenciando”, (cuentos, 2008) y “De Corín Tellado y otras novelas de bolsillo”, (novela, 2015). Es autor de “Crónicas de aeropuerto”, “El resucitador en serie”. Ha participado en numerosas Antologías: “Avisos desclasificados Vol. I”, “La Nueva Nortinidad”, “Catálogo de Escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo). “Identidad y Pertenencia”, “Muestra Literaria de escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo), “Antología De Los Extremos De Chile”, Arica–Parinacota, Magallanes–Antártica. Antología de escritores de Arica–Antofagasta, “Antología del Cuento Chileno vol. II”, (Mago Editores), 2016, “Los Diez Mejores Cuentos de Arica–Parinacota” (2018), Antología Binacional Arica–Parinacota, Chile. Madrid–Valencia, España. Su obra “De Corín Tellado y otras Novelas de Bolsillo”, ha sido incorporada por la Doctora Soledad Maldonado Zedano, a su cátedra en la Universidad San Agustín, Arequipa, Perú. (2019)

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