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Cuento: “Historias Urbanas” (XVIII)

El testigo

Por J.I.V.

miércoles 12 de abril de 2017, 01:53h

Lo vi todo. Hasta el último detalle ya que los hechos sucedieron delante de mis narices y a escasos dos metros de mis ojos que se abrieron como platos cuando vi el desenlace de lo que al principio, me pareció una fuerte discusión por un motivo que no entendí y lo que más me molesta de todo esto es que seguramente mañana en los periódicos, aparecerán las más descabelladas hipótesis para explicar lo ocurrido y más de alguno dirá con toda soltura que esto, “se veía venir porque, tal y como están las cosas, lo raro es que no pase más a menudo”.

Anoche hacía mucho frío y una llovizna persistente caía desde hacía varias horas y ello fue lo que me obligó a buscar refugio en ese destartalado y sucio rincón cerca del Metro de Ventilla. En esta zona –y cualquiera que haya pasado por aquí lo sabe-, apenas se percibe a lo lejos el resplandor de las Torres Kío y el bullicio de la Plaza Castilla. Hay casas muy viejas, ruinosas y antiguas construcciones industriales abandonadas que a menudo son ocupadas por vagabundos y yo mismo, no era la primera vez que me refugiaba del frío en ese agujero maloliente porque las latas oxidadas que tiene a modo de techumbre, al menos me protegían de la lluvia.

Como pude y maldiciendo no encontrar ni un mísero pedazo de cartón intenté acomodarme en el sitio menos húmedo del lugar para tratar de dormir algo. Tiritaba de frío y tenía mucha hambre ya que no había comido nada en las últimas horas. Al cabo de un rato estaba quedándome dormido cuando sentí unos pasos presurosos y una respiración agitada tan cerca de mí que casi pude oler en el ambiente, el inmenso terror que agrandaba los ojos de aquella mujer que al borde mismo del desfallecimiento y completamente empapada, se metió en aquella cueva intentando ocultarse lo mejor que pudo.

Apenas dos minutos más tarde y cuando todavía la entrecortada respiración de aquella mujer no se había calmado el ruido del motor de un coche se escuchó en la calle a escasos metros de donde la mujer y yo, nos encontrábamos ocultos.

Presa de un indescriptible terror la mujer se agachó y en ese momento un poco de luz proveniente del poste del alumbrado callejero que se colaba por una rendija abierta entre las tablas de la entrada a ese agujero, me dejó ver a la aterrorizada mujer que luchaba por fundirse en la penumbra reinante; no tendría más de 25 años y vestía ropas llamativas y muy ligeras pese al intenso frío reinante. Su pelo de color pajizo claro, estaba recogido en una coleta muy tirante que daba a su rostro aún con el recargado maquillaje que llevaba, un aspecto casi infantil.

Dos hombres se habían bajado de un coche aparcado a escasos cuatro metros y caminaron atentos y resueltos hasta nuestro escondite. Los dos eran altos y muy fuertes y vestían largos abrigos de cuero negro. Con las manos en los bolsillos uno de los hombres se adelantó y de manera enérgica, llamó:

-¡Greta!, -sabemos que estás ahí, es mejor que salgas y que hablemos. No te pasará nada.

La mujer se acurrucó más en su escondrijo y al hacerlo, su minúscula minifalda se subió por sus muslos hasta quedarle alrededor de la cintura como un cinturón de tela arrebujado en su estrecho talle. Yo contuve la respiración asustado también, por lo que podría pasar.

El mismo hombre volvió a llamarla a grandes voces y esta vez con una rabia que se notaba en las maldiciones que en un idioma que me resultó ininteligible, mascullaba entre dientes. La mujer se quedó quieta, y en el silencio reinante de aquel agujero pestilente sólo podía oírse su agitada respiración y pasados unos momentos la figura agazapada hizo un ademán para incorporarse.

Desde mi ubicación justo detrás de ella, tuve el impulso de decirle que no se moviera y que permaneciera quieta ya que posiblemente los hombres de fuera se convencerían de que nadie había en los alrededores y se alejarían de allí. No quise decir ni una palabra para no asustarla y esperaba que en algún momento volteara la cabeza pero los segundos transcurrían y vi por el gesto de la mujer, que se disponía a salir.

En ese momento, los dos hombres se aproximaron un poco más a la desvencijada puerta de madera podrida y nuevamente, el vozarrón con fuerte acento extranjero del sujeto que había hablado antes, se dejó oír.

-Por última vez Greta, -Te encontraremos y no importa donde te escondas. Sal fuera y hablaremos. No te pasará nada, pero no me hagas cabrearme más de lo que ya estoy. El otro hombre, que se había levantado el cuello de su largo abrigo de cuero no dijo nada y permaneció con las dos manos en sus bolsillos.

En ese momento, la mujer con el miedo desencajándole el rostro se levantó y sin decir nada salió temblorosa, a la calle. Sin mediar palabra, el hombre que la había llamado por su nombre la asió con fuerza de un brazo al tiempo que con su mano libre le propinaba una violenta bofetada que le arrancó uno de sus pendientes que saltó lejos. La mujer acusó el terrible impacto del golpe y pareció caer hacia atrás pero como el hombre la tenía sujeta del brazo, trastabilló como un pelele antes de cubrirse la cara de manera instintiva, con la otra mano.

Me había movido un poco de mi escondrijo acercándome a una hendidura en la madera de la puerta y desde allí contemplé cómo a la luz del alumbrado callejero el otro hombre, que hasta ese momento no había abierto la boca se acercó lentamente y mirando fijamente a la mujer le dijo.

-Nos has estado causando muchos problemas Greta y ya sabes, -que les pasa a quienes nos intentan joder.

La mujer por extraño que parezca, no articuló palabra y se limitó a cubrirse el rostro con las dos manos. Frente a aquellos matones con aspecto de orangutanes con abrigo la chica había empequeñecido y con la voz ronca por el miedo, sólo atinó a pedir que no le hicieran daño.

-No te haremos ningún daño, -dijo hablando por segunda vez el mismo hombre y sacando como un resorte su mano derecha del bolsillo asestó un centelleante golpe al cuello de la muchacha al tiempo que el otro sujeto imitando a su compañero, hundía también repetidamente una brillante navaja en aquel cuerpo joven que apenas tuvo tiempo para intentar emitir un sordo quejido que quería ser una llamada de auxilio.

Acto seguido, y veloces como el rayo los dos hombres abordaron el coche que les aguardaba en la acera y rápidamente se alejaron tragados por la fría y oscura noche de invierno. Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo para nada, aunque con semejantes gorilas enfrente creo que tampoco, hubiera podido hacer gran cosa.

Afuera, en la acera de aquella calle despoblada y a la mortecina luz de la farola pude observar como el cuerpo joven de aquella chica iba quedándose quieto y en el silencio pesado y opresivo como una losa que había en ese momento, sólo se oía el gorgoteo de la sangre que con fuerza manaba abundante de su cuello abierto. Cuando me acerqué a ella, los ojos de la muchacha ya habían adquirido la fijeza y el aspecto vidrioso del cadáver prematuro en que se transformaba irremisiblemente, antes mis propias narices.

Casi no podía dar crédito a todo lo ocurrido ahí mismo, enfrente de mí encima de mis ojos. Había sido mudo testigo, de primera mano y de principio a fin de cómo se habían desarrollado los hechos; podría darle a la policía o a quien fuera necesario todos los datos que condujeran a la captura de los asesinos de aquella pobre chica que por lo escueto del diálogo que cambió con quienes la mataron no pude saber porque motivo, murió tan brutalmente. Excepto por ese detalle, el único que podía ayudar a la captura de los criminales dando información fidedigna e incluso, hasta las características del vehículo en que llegaron los dos gorilas, era yo y eso me hizo sentir un poco más conforme conmigo mismo ante el infortunado final de aquella joven cuyo cuerpo iba quedándose frío mientras la sangre lentamente se mezclaba con la persistente lluvia. Quizás después de todo, este espantoso crimen, no quedaría impune.

Volví a mirar a la chica y su aspecto pálido, el olor de aquel fluido viscoso que me abofeteaba el olfato y el ruido semejante al que hace al vaciarse una botella volcada y que se escapaba de su cuello sangrante hicieron que mi garganta y paladar se llenaran de saliva amarga y una terrible sensación de asco que me atenazó las tripas, me hizo vomitar allí mismo.

El único consuelo que podía ofrecer a aquella pobre chica muerta de manera tan cruel en la flor de su vida, era la posibilidad de identificar plenamente, a sus asesinos y que éstos pagaran por su crimen pero... ¿cómo un simple perro callejero como yo, podría hacer entender todos estos detalles a la policía?...

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