Era alegre, ocurrente, chispeante y simpática; todo funcionaba muy bien, pero cuando ella tenía unos catorce años de edad apareció una tarde llorando desconsoladamente en una cabina telefónica del paseo marítimo de la playa de Benidorm.
Era durante el verano. Nadie sabía por qué lloraba, si no le pasaba nada a nadie ni tampoco a su alrededor. Desde aquel día nefasto comenzó a cambiar su carácter para mal. Se volvió triste, sola, silenciosa e incomprendida. Mis padres comenzaron a sufrir mucho con ello, y la empezaron a llevar a todos los médicos habidos y por haber.
Eso no quita que siguiera siendo tan bondadosa y cariñosa con todos, un cariño extraordinario limpio de impurezas que jamás podré olvidar.
Solía correr de aquí para allá con un paquete en las manos o una bolsa colgando. A mí me adoraba y yo a ella, fueron años para recordar siempre. Recorrimos veintitantos países del mundo el uno al lado del otro en autobuses, taxis, trenes, aviones y barcos. Sí, era un ángel de Dios enviado a la tierra para hacernos la vida más amable y dichosa.
Cuando murió muy joven, parecía Blanca Nieves; fue de un cáncer en el pecho. Quedamos todos huérfanos y desolados. Mi hermano Enrique desesperado y con los nervios de punta, y yo no he levantado cabeza desde entonces, ya que desapareció de mi lado no solo la princesa de mis sueños sino mi compañera para todo, una compañía que no ha podido ser sustituida por nadie ni por nada desde entonces.
Mi hermana Mercedes, desaparecida prematuramente, fue un ser venido del más allá para indicarnos lo que nos espera al otro lado de lo que llamamos la muerte, pues sin duda durante esta vida guardó sus alas blancas en algún lugar oculto para que con su sonrisa inefable e inocente, y con sus palabras cortas, recordáramos que existe un mundo maravilloso más allá de éste, tan corrompido a veces, tan dolorido, inquietante y penoso.