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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan...”

Vivir con un santo

  • Hoy día de San Isidro, en Madrid, se me invita a explicar lo que es un santo. Tarea harto difícil pues en la vida cotidiana esto es casi imposible.

Por Germán Ubillos Orsolich
lunes 16 de mayo de 2022, 16:51h

16MAY22 – MADRID.- Yo tuve la suerte de dialogar y de compartir parte de mis jornadas con un verdadero santo, claro que esa persona no está aún beatificada y menos aún canonizada como lo fue San Isidro.

San Isidro, santo del siglo XII, fue canonizado por la Santa Sede ahora y hoy hace cuatrocientos años. Era un humilde labrador sin otros deberes ni glorificaciones que arar la tierra con su borriquillo. Amaba y respetaba a su esposa, Santa María de la Cabeza, y era de comunión diaria, (yo quizá tenga otra santa de nombre Elena, cuando sea beatificada o canonizada pero yo lo sentiré o lo veré ya desde el otro mundo, al que por un lado ansío llegar) pues dedicaba - como decía - un modesto tiempo de su trabajo en tomar el Cuerpo de Cristo.

Dicen sus cronistas que cuando se retiraba a orar, su pasión favorita, eran los ángeles del cielo los que araban sus campos; yo no lo dudo, pero es difícil de describir.

Carolo, mi amigo el santo, durante largos años de su vida me acompañaba tanto en la capital España como en el pueblo de la Sierra - El Escorial -, donde ambos veraneábamos.

El salir de veraneo era para él un auténtico trauma pues no le agradaba nada cambiar de aposento, ni menos viajar. Él siempre decía que era un neurótico crónico. A pesar de ser de una pandilla dos años superior a la mía, hicimos amistad en una segunda fase debido a que los dos éramos especiales, éramos por así decir “raritos”. Carlos también tuvo otros amigos entrañables y sabios como José Mari Bordona, Juan Luis Vives, o los Americanos que tanto nombraba, o Pedro Quiroga y su mujer Conchita, pero el destino me ha encargado la difícil tarea de explicar su santidad. Yo, pobre de mí, pecador indigno de ello.

Para mí fue un honor, y ahora me doy cuenta, que él me dedicara su tiempo y abriera su corazón.

Asistí junto con mi padre a la inhumación o entierro de su padre, al que tuve el gusto de conocer. Era alto, espigado, elegante y aristocrático, de voz grave y afectuosa; padecía la enfermedad de Parkinson, le temblaban las manos.

“¡¡Cómo lloraba Carlos el día de su entierro!!”. No le he visto tan afligido ni llorar de aquella forma hasta la tarde terrible del funeral por su amiga Paloma, aquella maravilla fuera del tiempo y del espacio a la que él pudo liberar de alguna forma, pero de la que no deseo hablar.

Desde aquella mañana del entierro de su padre, se le vino encima como una montaña enorme la obligación de administrar los bienes familiares, que eran muchos y variados.

Carolo, así le llegamos a llamar cariñosamente, no se beneficiaba jamás de aquella inmensa fortuna sino que era su particular purgatorio, administrar unos bienes de los que jamás se lucró. Eran para él una auténtica pesadilla.

De muy joven le recuerdo conduciendo un “Seiscientos” algo usado y aparcándolo en el Paseo del pintor Rosales, pero abajo, cerca de la Rosaleda. Después no sé si iba en “Vespa” o en bicicleta, posiblemente andando, porque no me acuerdo con exactitud, y pido perdón a mis lectores.

Fue entonces cuando en su piso de la casa de la calle Ayala, piso umbrío con olor a pintura, le dio por pintar al óleo, cosa que no hacía nada mal. Expuso en la Galería Serrano y en la Galería Dacal, de Núñez de Balboa.

Él vivía en el barrio de Argüelles pero pasaba los días en su casa del barrio de Salamanca. Fue allí donde alivió mis horribles sufrimientos de la de presión endógena entendida por pocos, y cosa curiosa fue el único amigo que me quedó, los demás, mis acompañantes de la gloria mundana, desaparecieron como por arte de encantamiento.

De entonces Carolo me regaló un cuadro pintado por él mismo que preside mi sala de estar-comedor, y que representa un paisaje del río Manzanares. Cuando lo miro parece que le estoy viendo a él.

Hablábamos todos los sábados una o dos horas paseando por el paseo del Pintor Rosales o tomando un té o una cerveza sentados en alguna de sus terrazas, pues él vivía en la calle de Quintana, muy próxima a dicho lugar.

Carolo poseía una profundidad de pensamiento abismático que jamás podré olvidar, llegado un momento de su vida comenzó a escribir (un largo artículo en el diario del “Ya Dominical” a ruego mío.) Y posteriormente una sarta de conferencias entre filosóficas y teológicas a un nutrido grupo de seguidores y seguidoras, auténticos fans. Yo consignaba todo aquello y me daba que pensar.

Carolo con frecuencia se sumía en unos silencios sobrecogedores, su mirada se velaba y su faz se hacía austera cono una imagen del Greco o de Gregorio Fernández.

Yo sé que pensaba en la muerte, en el hecho de que habría de morir algún día. Pensamiento que combatía con su misa y su comunión diaria, el contacto con Cristo. Después, nos animaba.

Le acompañé con frecuencia al campo, cuando aún me movía con facilidad, con el olor a las jaras y a los tomillos, y me decía que cuando fuese viejo dejaría todos sus bienes a la iglesia católica, de la que era fiel devoto; o a una institución regentada por la misma.

No me di cuenta certera hasta después de su muerte, cuya angustia me ocultó. Un sábado, como todos, telefonee a su casa de la calle de Quintana y preguntando por él, me respondió con voz ronca y recia su hermano Jorge, nueve años mayor que él, para decirme: “Carolo ha muerto. Una parada cardio- respiratoria”. Estaba en su dormitorio, en la cama, como él quería, cuando entré; pues me había llamado).

¿Qué es un santo entonces?. Pido la ayuda, pobre de mí, del Espíritu Santo o espíritu de Dios.

Un santo es aquella persona encantadora y balsámica que te hace la vida fácil, que te acompaña a lo largo de la vida sin apenas sentirle, pero que cuando se ausenta sientes el vacío como una oquedad de grandes dimensiones que en lugar de decrecer sigue y sigue aumentando de volumen cada año que transcurre.

Esto, lejos de olvidarle, con el paso del tiempo te vas acordando más intensamente de él y añorando su presencia.

Carlos Dorvier, mi amigo el santo, a pesar de no estar aún beatificado, reposa en olor de santidad en la cripta de la Parroquia del Corazón de María, donde daba sus charlas, en el llamado Columbario de los santos de la parroquia.

Me gustaría decir algo más sobre él pero no acierto a decirlo, solo que era mi punto de referencia personal, mi aliento espiritual, mi ayuda para vivir en los tiempos difíciles; mi recuerdo permanente de que la muerte del ser, como tal, no existe; la garantía está en el Resucitado, y más en los tiempos de pascua que ahora celebramos y vivimos.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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