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DIÁLOGOS CINÉFAGOS

El realismo iluminado de Béla Tarr

Afiche cinematográfico del filme “Las armonías Werckmeister” de Béla Tarr
Afiche cinematográfico del filme “Las armonías Werckmeister” de Béla Tarr
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
Si yo fuera el sumo pontífice de un templo secular consagrado al cine, propondría la siguiente prueba a quien quisiera ordenarse sacerdote: no coma ni beba ni duerma, durante tres días, y luego vea desnudo y sin sentarse, en una fría sala de cine, la obra completa de Béla Tarr. Al final de aquella odisea el aspirante a clérigo estará, o bien muerto, o bien habrá obtenido la ansiada iluminación eterna.
Béla Tarr y Tarkovski son lo más cercano que conozco a sacerdotes del cine. Al ver sus películas se percibe nítidamente que para ellos hacer cine es un acto sagrado. Esa densidad existencial es aparente en el cine de ambos, pero Béla Tarr es aun mas cósmico, más cataclísmico, mas ontológico, y en últimas su pesimismo es más humano, menos divino.

En «Las armonías Werckmeister», como en todos los films de Béla Tarr, la cámara se mueve con sutileza y lentitud, devolviéndonos a un tiempo natural, lo cual nos permite mirar a sus personajes y habitar sus ambientes con el cariño que él mismo les prodiga. Esta manera de filmar permite al espectador percibir los distintos objetos que van apareciendo en el cuadro. Esta percepción se intensifica debido al blanco y negro que exalta las texturas y vuelve las atmósferas más extrañas. La insistencia de la mirada es una constante en su cine pues casi todos sus planos son larguísimos y es en esa longitud que él obtiene la «continuidad psicológica». Béla Tarr está fascinado por la continuidad, productora de una tensión especifica que implica además una gran concentración del espectador.

El film comienza con un plano-secuencia, una parábola. El dueño de un bar apaga la chimenea con un jarro de agua. Le pide a la decena de borrachos que ahí están que salgan del bar. Es ahí cuando entra el personaje principal, Janos Valuska, un hombre de rostro muy especial, que podría ser el de un loco o simplemente el de alguien con otra forma de estar en el mundo. Béla Tarr explica que él no tenía la intención de transformar la novela de Laszlo Krasznahorkai en film, y que fue solo al conocer al actor, Lars Rudolph, que se decidió a hacerlo. Entonces un borracho le pide a Janos que les muestre.

Se libera el bar de muebles y Janos designa tres borrachos para actuar de sol, tierra y luna. Comienza una danza compleja, donde unos giran y rotan alrededor de los otros, tambaleando (pues los actores están realmente borrachos) siguiendo las ordenes de Janos, el loco, el poeta, el Dios. Nosotros y la cámara, giramos alrededor de este cosmos alcoholizado, como un planeta más. La danza nos hipnotiza hasta tal punto que olvidamos lo que estamos viendo y aceptamos las reglas ocultas de esa galaxia demasiado pequeña. Un eclipse solar se produce – el sol se agacha – y el silencio lo invade todo, la naturaleza resiente este eclipse como una fatalidad (segun Janos el demiurgo), y en ese instante una bellísima música aparece para recordarnos que no todo esta perdido, que mantengamos la dignidad pues el eclipse pasará. Cuando se acaba el eclipse y el sol vuelve a calentar la tierra, el resto de los borrachos se integra a esa danza espacial y por un minuto sentimos que es la primera vez que vemos la galaxia, pues hay que representar para ver, ocultar para develar. Al fin el dueño del bar le pide a Janos que salga del bar. Béla Tarr es Janos, el director que intenta manejar la naturaleza dejándola fluir, en un medio árido y hostil.

El resto del film es un descenso a los infiernos psicológicos o al Apocalipsis social. Janos es un repartidor de periódicos que cuida y admira al musicólogo Eszter. Este preconiza que el orden armónico y cada acorde utilizado por las grandes obras musicales son falsos, son un fraude, pues los acordes puros no existen y solo el orgullo humano lo hizo querer acceder a los acordes divinos confiándose a técnicos, como el compositor Andreas Werckmeister, quien resolvió el problema y engendró este fraude permanente. Eszter comparte ideas con Béla Tarr, quien piensa que la mayoría de los films «son cortados y montados como las noticias televisivas». De alguna manera se revela al «capitalismo de la imagen» (¿quien osaría hoy en día hacer un film como Satantango, de siete horas y media de duración?), una censura que obliga a los directores a plegarse a un tiempo y a un ritmo de mercado. Si el artista no lo hace, no vende y quien no vende no es financiado. Lógica de consumo que esta muy lejos de los filmes de Tarr, quien dice que en la Hungría comunista la censura era menos violenta que en la Hungría capitalista: solo había que saber ser lo suficientemente sinuoso y sutil, mientras que el mercado es insensible a las sutilezas. También él remarca que la película acepta solo once minutos seguidos de grabación (esto explica por qué casi todas sus tomas son de once minutos) lo cual es también una forma implícita de censura del libre mercado.

Janos nos muestra como poco a poco el pueblo en el que vive va oscureciendo hacia el caos. Una ballena gigante viene al pueblo (esto esta basado en hechos reales de la historia húngara) con un cierto príncipe que suscita entusiasmo entre las multitudes que comienzan a juntarse en la plaza. Este príncipe es un filósofo mezcla del príncipe Maquiavelo, del Duce Mussolini, de Descartes y de Sócrates. Esta confusión improbable de ideas toma una forma creíble gracias al genio de Béla Tarr.

Un factor muy importante de rescatar en Béla Tarr es su procedencia: hijo de la clase trabajadora. Esto es extremadamente raro en los cineastas, casi todos provenientes de las clases ricas o burguesas. Esta particularidad se patenta en su cualidad única para retratar un mundo de gente humilde donde la dignidad es lo que emerge como la rama dorada del río, y es la palabra que él utiliza como la clave de su cine. Su mirada posee la originalidad y la entereza de quien conoce ese medio y no lo subestima como suelen hacer los realizadores que tratan temas sociales con las puntas de los dedos, hijos de papá con ambiciones revolucionarias. El hace actuar a no-actores, utiliza sus personalidades y se nutre de sus presencias físicas. Muchas veces cuando filma gente una por una, da la sensación de que cada persona fuera en si misma un objeto fotográfico, o una escultura viva.

Pero no sólo su procedencia lo define, sino el hecho de que fue un paria en la industria cinematográfica durante varios anos en que nadie lo financiaba (¡Oh suprema injusticia!). Esta situación debe haber influido en otro tema fundamental de su cine: la soledad. Aunque el genio siempre es solitario, la obsesión de la soledad viene solo cuando la soledad artística se ha impuesto injustamente.

Béla Tarr es exasperantemente conciente de su propio genio, pero en este film lo esencial emerge en oposición a las intenciones concientes de Béla Tarr. El quisiera ser optimista; quisiera que una epifanía – como la epifanía suprema que aparece en este film – fuera suficiente para cambiar el curso de la brutal historia. Pero en el fondo él sabe que no es posible, que la bola de nieve ya está lanzada y que nuestras aguas son manejadas por manos heladas de las regiones inferiores. Esto es tan patente en su filme como la sonrisa del triste. La inmensidad de su filme no está en la esperanza desplegada, sino en el hecho que este filme agranda, ensancha y agudiza nuestras conciencias. ¿Podemos pedir más?
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