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Reflexiones

Una Iglesia Románica

Por Germán Ubillos Orsolich

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

A José Antonio de Mesa y a Rosa.

Al poco tiempo de regresar de Canarias tuve que hacer un corto viaje en el coche a Segovia para recabar ciertos datos sobre parcelas, “tenadas” y linderos que mi suegra recientemente fallecida tenía en la provincia hacia la zona de Riaza y los “pueblos rojos” de la sierra de Ayllón.

Mi suegra como buena segoviana había dejado al morir algunos dineros y las casas y “tenadas” y parcelas agrarias a las que antes me refería.

Cuando en el coche mi mujer y yo atravesamos el túnel de Guadarrama nos encontramos en la ladera norte una nevada monumental. Toda “Castilla la Vieja” aparecía blanca hasta las montañas, los pinos con la nieve glaseada y helada, la luz, esa luz que emana de la nieve tan distinta a la de Lanzarote y bajo un cielo gris. Cogimos, bordeando los pueblos de San Rafael y El Espinar, la autopista de peaje – por cierto carísima– construida en tiempos de Álvarez Cascos y rodeados de un paisaje gélido y para mí casi fantasmal llegamos hasta Segovia. Descendimos por las veinte glorietas y la rampa final hasta el Acueducto nevado y allí el guarda de una grúa nos indicó el camino hacia las oficinas de la delegación de Agricultura a cuya puerta dejamos el coche. A mí me gusta dejar siempre el coche aparcado lo más cerca posible del lugar de destino y si es viable en la misma puerta. Esta cualidad no sé si se debe a mi vagancia, a mi señoritismo o al mimo que me dieron en la infancia donde todo lo hacían mi madre o las criadas; el caso es que entramos en las oficinas y me encontré un sencillo hall totalmente vacío y dos señoritas en una ventanilla leyendo el periódico. Mi mujer preguntó lo que quería y nos indicaron que subiéramos tres tramos de escalera, pregunté en el acto si había ascensor a lo que contestaron que “no”, comencé a contrariarme pero Elena me dijo que así mejor, recordé a “mis galenos” y sus consejos y comencé a subir los peldaños lentamente. Al tercer tramo me encontré con un par de pasillos estrechos y dos despachos con ficheros, estanterías donde se apilaban librotes y legajos, planos de la provincia y cosas por el estilo. Nos atendió una funcionaria que parecía estar como en su casa, grueso jersey-chaqueta, pantalones de felpa gris, zapatos parecidos a zapatillas de invierno, le faltaban las borlas, algún que otro funcionario semejantes a hombres de pueblo, algún ordenador que miraban dándome la impresión de que no los sabían manejar o se habían atascado y luz, eso sí, mucha luz. Los tejados de enfrente de tejas rojas aparecían nevados y tanto silencio, tanta paz, tanta luz en unas oficinas extrañamente cutres o pueblerinas con esos funcionarios que no lo parecían, tan distintos a los de la capital, arrastrando sus pies o sus vidas en esa pequeña capital, capital minúscula a “tempo lento” comenzó a producirme una extraña impresión. Mi mujer se afanaba con la funcionaria a cotejar los carpetones, a ver los linderos, las “tenadas” numeradas y clasificadas por la ya lejana “concentración parcelaria”, quizá franquista. Me dejé caer en una butaca azul “de oficina” y de pronto murmuré a media voz : ¡ “ Dios mío, qué bien escribiría yo aquí “ ¡. Sí, en un sitio así, donde el tiempo se ha detenido, la luz es sobrenatural, eterna, del otro mundo; intuí que en aquella paz mis pensamientos se irían desgranando como las cuentas de un rosario y que mi mano desarrollaría, transcribiría dichos pensamientos al ritmo pausado de aquel barrio periférico de Segovia, incluso pensé en comprarme una butaca como aquellas, un mueble de oficina, pero al poco tiempo comprobé que mi espalda comenzaba a dolerme lo mismo que en Madrid y que mi artrosis lumbar seguía siendo la misma. Cuando mi mujer y la funcionaria del chaquetón de lana y las zapatillas hubieron terminado de cotejarlo todo salimos a la calle, antes pude ver a las dos chicas de recepción leyendo los mismos periódicos que quizá habían releído una y mil veces pues allí no había nadie y por lo tanto nadie tenía nada que preguntar.

A la vuelta de la esquina nos topamos con una placita de casas de dos pisos medievales, antiguas pero bien conservadas, y en el centro de la plaza una iglesia románica maravillosa con un claustro o peristilo exterior a la misma del mismo estilo. La iglesia estaba cerrada a piedra y lodo, solo la abrían el día de culto que sería una hora a la semana, me dio la sensación de un caramelo de fresa, un chupa-chups puesto ante los ojos de un niño pero sin dejárselo chupar, ese niño era yo y ese chupa-chups era la iglesia, una iglesia tan muerta y petrificada y gélida como toda “Castilla la Vieja” en esta España bellísima pero infame que niega a sus hijos disfrutar de ella y los arroja muchas veces al exilio o a la emigración en busca de trabajo. ¿Cómo van a encontrar trabajo las generaciones jóvenes si a un pobre viejo le niegan el derecho de visitar una joya románica que cuando fue construida estaría abierta seguramente todo el día tanto a los hombres como a los animales?.

Cuando volvimos a la “Plaza Mayor” con un frío inmisericorde y entramos en el Restaurante “Las tres bbb” recordé a mi hija muy pequeña en ese mismo sitio en el cochecito de ruedas y a mi mujer muy joven y a mis padres sonrientes sentados a nuestro lado, sentí entonces esa tristeza leve e indefinible mientras comía unas lentejas muy calientes intentando calentar mi cuerpo pero algo mucho más difícil: calentar mi alma.

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