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La última reunión del G-8

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h
En un mundo que avanza, alterar el diseño de la distribución del poder y la economía en el mundo implica cambios en los grupos de influencia en la medida en que se incorporan nuevos protagonistas. Por esta razón es que los espectadores nos preguntamos cuál será el escenario mundial que nos esperará al día siguiente de que termine la crisis global que estamos viviendo.
Es posible que hayamos presenciado a través de los medios de comunicación la última cumbre de un G-8 que ha dejado sobre la mesa los sedimentos con los que se van a planificar las líneas de la política internacional inmediata: crisis económica, cambio climático, comercio internacional, seguridad alimentaria… Evidentemente se avecinan cambios socio-políticos, ya que entran en escena los países emergentes y las consiguientes modificaciones en las relaciones entre el comercio internacional y el estado.

Los problemas de los que nos estamos resintiendo, especialmente los económicos, ponen en evidencia el abismo entre el esfuerzo de dar sensación de normalidad -con la que todos los gobiernos están revistiendo estos momentos- y los cambios que nos esperan. Las principales figuras de la política internacional están decidiendo el camino por el que va a transcurrir el futuro de miles de millones de personas sin que éstos tomen la palabra. Ante estas transformaciones, siempre será motivo de alarma recapitular toda la información que llega a la opinión pública con cuenta gotas; es el método para que unos pocos puedan estar prevenidos –y preparados para reaccionar ante los desafíos que se avecinan- sobre los cambios futuros, mientras que el resto –más de 6.000.000.000 millones de habitantes en el mundo- estamos en la casi inopia.

Quizás estemos esperando que espontáneamente, como si hubiésemos recibido una inspiración celestial, surjan los “buenos paradigmas” que nos señalen el nuevo y “definitivo” orden mundial gracias al cual llegará la estabilidad. Sería una demostración de que somos capaces de superar esta crisis -no sólo económica sino de valores-, si sacamos provecho de la colaboración común entre estados y organizaciones internacionales. La condición para que esta transición se lleve a cabo dentro de un orden -sin que cunda el pánico-, es que se pueda llevar a cabo en el seno de reuniones de organizaciones como el G-4, G-20, G-5, etc…., es decir, siempre y cuando se pueda imponer por la fuerza de la razón y por el principio de la responsabilidad compartida un sistema de convivencia global que cambie las formas sin cambiar el fondo. Es que la decisión que habrá que aceptar no se plantea, porque ningún poder puede dejar en manos de la población la decisión entre el orden y el caos.

Este guiño sobre el cambio nos presenta básicamente dos posibilidades de futuro. Una de ellas, -la más dramática e indeseable, y la que más miedo da- es que el fin de la crisis llegue cuando así lo indiquen las masas hastiadas. Es decir, cuando las manifestaciones populares sean tan masivas que nadie pueda controlar el resultado final, cuando por doquier la gente esté tan harta, que se produzca una revolución global –por otra parte inconcebible ya que una revolución no podría convivir con la condena internacional al terrorismo, que es una amenaza innegable y reconocida por el sentido común, pero cuyo reverso tenebroso consiste en que cualquier subversor puede ser acusado de terrorista ya que la opinión pública no es crítica, está educada para aceptar lo que sale en televisión como lo único verdadero y por tanto es dócil-. Esta es la opción menos deseable por los poderes mundiales ya que no les ofrece ninguna de las garantías que les permitirían perpetuarse. Por otra parte, la población del primer mundo -que está instalada en la comodidad-, sin lugar a dudas, requiere a cambio de una garantía de estabilidad el vasallaje general al sistema –el precio del consumismo-. Los países emergentes por su parte, tampoco pueden renunciar a ejercer los mecanismos de funcionamiento de un juego del que quieren ser parte. Desde luego, no es entonces una gran concesión cuando los países del “club G-8” les incluyen en sus reuniones. Son necesarios para mantener la esperanza de una salida controlada y conveniente porque son parte de un gran mercado.

Siempre que se ha presentado una crisis, es útil tener presente el proverbio de “a río revuelto, ganancia de pescadores” porque nos deja en el otro escenario posible. Imaginemos que la pobreza, las miserias, las enfermedades, el miedo, la inestabilidad han sido encauzadas para aceptar las condiciones de un nuevo mundo, no tan distinto del anterior, no tan nuevo. La ganancia de esta crisis está en consonancia con su expectativa, estamos hablando de una pesca mayor que se traduciría en un gobierno global. Naturalmente en este ambicioso proyecto, los líderes mundiales son las “prima donnas” de la parrilla de salida. Un ejemplo es Sarkozy que, sin presidir un país que esté entre las cinco primeras economías dominantes del mundo, intenta situarse ofreciendo ideas, posturas, pensamientos solventes –como un mundo multipolar y multimonetario-. Otro candidato visible a todas luces, es Obama que está haciendo una campaña de sí mismo de proyección internacional, esto llama particularmente la atención puesto que los estadounidenses suelen protestar cuando un presidente se ocupa tanto de los asuntos internacionales y desatiende los problemas de casa.

Ahora que, según la ONU, hay más de mil millones de personas sufriendo hambre por esta crisis, no hay un líder de los desarrapados, siguen sin tener voz a pesar de su número; en realidad las cosas no cambian tanto. La globalización sumada a la crisis es el caldo perfecto para dejar instalado un gobierno mundial que pone a prueba las costuras de la democracia tradicional. Lo que se está decidiendo está entre trabajar para el sistema y vivir de él, aunque sea bajo un gobierno mundial, o crear una verdadera alternativa que nos acerque a una vida que reconozcamos mejor, y que no se asiente sobre unos pies de barro reforzados con el hormigón armado del dinero y el consumismo.

En un mundo que se está fracturando, no por hechos ideológicos, sino por condicionantes económicas y demográficas cuyas consecuencias rebasan los cálculos políticos, parece que hemos presenciado la última reunión de Grupo de los 8. Las amplias sonrisas y apretones de mano de los líderes mundiales durante las conferencias de un G-8 condicionado por la crisis global y por la entrada en la escena internacional de nuevos actores y desafíos, parecen anunciar que disponen de una información que, a ellos, les permite transmitir tranquilidad. Es un fuerte contraste con el peligroso barómetro de la temperatura mundial: la insatisfacción y el descontento; ante ello parece no caber una tercera postura que se dispute la titularidad del nuevo paradigma.

No basta con revisar el patrón dólar, parar las subastas extranjeras de millones de hectáreas del “tercer mundo”, comprometerse a ayudar a los países pobres y a respetar el medio ambiente y los recursos naturales, incluir en el club a las economías emergentes, contentar a las poblaciones….. No son remedios, sólo son medidas que apuntalan la crisis para que el mundo tal como lo conocemos no se caiga sobre nuestras cabezas. Los líderes mundiales pueden seguir postergando la decisión, pero éste sigue siendo un momento de grandes decisiones para todos los individuos y de visiones conscientes de líderes preclaros, lástima que no haya material para ninguna de las dos cosas.
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