Vidas prestadas, vidas de perros y vidas de las otras.

De pronto recorriendo el centro comienzo a encontrar un sinnúmero de rostros que me parecen familiares, llego a creer que a todos ellos los conozco, o los conocí… ¿estaré vivo aún?... Busco la mentada luz blanca al final de la calle, pero me encuentro solamente con un semáforo en amarillo que nadie respeta. (¿Qué habrá que respetarle a un semáforo en amarillo?... pareciera que su subliminal sentencia es: “comienza a detenerte”, pero en la práctica en este frenético mundo se traduce en un: “comienza  a apurarte”).

Luego prosigo y observo la gran cantidad de perros callejeros que se disputan los cívicos territorios aledaños al Palacio de Gobierno (cuidado con los “perros bombas”). Me empecino en fotografiarlos uno a uno (y no para un probable “retrato hablado” posterior, de un sospechoso perro imputado por terrorismo), sino para tomar nota de la calle y dirección en que les vi, para luego publicar sus fotos en Internet y solicitar a aquellos “dog-lovers” que se jactan de serlo, para que acudan por ellos y los adopten.

Continúo mi caminar y algo enlentece mi ir y venir. Un suicidio en El Metro… y sabe Dios por qué ocurrió; y justo hoy que es la final del campeonato nacional de fútbol… se fue a la tumba con aquella interrogante y con muchas otras, imagino.

Llego a la oficina y me entero de un nuevo terremoto, un nuevo asalto de farmacia, y un nuevo hombre que mató a su mujer… nada nuevo bajo el sol, me digo. Trabajo dos horas, las dos últimas que le quedan a mi día laboral.

Y finalmente vuelvo a mi hogar. Mi refugio, mi fortaleza, mi “servicentro en la carretera”. Beso a mi amada, le cuento algo a mi hijo y 15 minutos después estoy en casa de mi padre dándole de comer a nuestro fiel y agradecido perro a quien le pregunto: ¿“no creerás en “la vida de perros” verdad?... Porque allá afuera hay otra que no lo hace mal…