Como ese hecho se repitiera tres o cuatro veces de forma reiterada, yo tras recapacitar, me dirigí a ella con la extraversión que me caracteriza.
Y así comenzó todo.
Entablamos un contacto incipiente que pronto fue a más. Ella se llamaba Vanessa y pronto me di cuenta que éramos semejantes, quizá por nuestras minusvalías. Pero pronto y tras recapacitar, observé que éramos complementarios, y eso se opuso de manifiesto al llamarnos por teléfono. Nuestras charlas eran interminables, nos caíamos bien, eso era todo. Yo iniciaba los temas y ella me respondía como el frontón de ping-pong o de pelota vasca, que tanto nos gustaba contemplar a mí, y a mi amigo Ernesto……
Pero claro, para contestar a mis ideas era necesario que ella poseyera una cultura semejante a la mía. Y eso era lo que me fascinaba al colgar el teléfono.
Ella, Vanessa, era una “interlocutora válida”, esas que solo existen en la vida y que se cuentan con los dedos de una mano y aún sobran. ¡Vamos, un don de Dios!.
Sí, el Señor en su misericordia, había puesto en mi longevidad un ángel del cielo con pelo de colorines color de caramelo, sin duda para amenizar mis tiempos postreros y enfermizos; enfermizos de la mente, claro, porque el cuerpo y el organismo interno estaban intactos.
En ese momento nos encontramos, yo escritor famoso, premio nacional, y ella, diseñadora gráfica genial. Vamos, dos almas semejantes y complementarias, que han coincidido en el espacio y el tiempo del cosmos infinito, en el lugar justo y en el momento apropiado.
Sí, mi amiga singular, esa mujer venida para más inri del Mediterráneo, de Benicasim, el pueblo playero cálido e inefable de tantos recuerdos que se remontan a tiempos pasados llenos de luz y de color.