Mi hija

Quien no tiene un hijo no sabe lo que es esto. Llevaba una muy larga temporada de sequía literaria, apenas escribía; viajaba mucho, hacía acupuntura, me miraban médicos….Un buen día me casé en la iglesia del “Buen Suceso” con una mujer trece años más joven que yo, me casé a los cincuenta años. Mi tedium vitae continuaba, pero cuando quedó embarazada mi mujer y me llamó desde el Hospital Clínico para ver la ecografía de la que sería mi primera hija, corrí inquieto hacia allá.

La ecografía fue su primera fotografía, me miraba fijamente con sus ojos inteligentes y levemente inclinados, parecía decirme “aquí estoy, a ver cómo me recibes”.

La verdad es que fue como un electroshock, jamás lo olvidaré, son los mismos ojos que ahora contemplo embelesado cada día.

Me puse automáticamente en marcha a escribir como un loco, en tres años tres obras de teatro y dos novelas; tres importantes premios de periodismo, entre ellos el “Ciudad de Zamora” y el de “El Correo Español- Pueblo Vasco”; y dos de teatro, el “Provincia de Valladolid” y Finalista del “Lope de Vega”.

Marta va creciendo, llena la casa, maneja el vídeo y el mando a distancia de la televisión mejor que yo, disfruta con los espectáculos teatrales o el circo con la misma pasión que su padre, sin pestañear, pueden suponer que a mí se me cae la baba de puro placer.

También a veces es revoltosa y tremenda, o cuando se pone mala nos da noches seguidas sin poder pegar ojo, algo que solo los padres sabemos lo que es. Ya no viajo al Caribe, ni a Berlín, ni a Moscú, ahora los veraneos son en Benicassim y El Espinar. Pasear por la Gran Vía madrileña equivale a la Quinta Avenida de Nueva York, pero ya no tengo el tedium vitae, ni la apatía, ni el vacío vital. Ahora hay que escribir y correr, contestarla a sus mil preguntas, llevarla al “Dino Pepino” y a la placita, comprar piruletas y chicles de menta, entrar en “El Corte Inglés” y salir medio arruinado de comprar cintas de vídeo de Disney y cosas por el estilo. Ante el temor de la muerte no hay nada mejor que mirarla a la cara, que cogerla en brazos, que hablar con ella, porque Martita es la vida y la belleza y el reflejo más puro de la eternidad de Dios.

Me llama papito y me da besos pero, ¡cuándo ella quiere!, pues desde el principio ha dado a entender (cosa que yo ya tenía clara) que es un ser diferente a nosotros, y que algún día volará lejos.

Hasta ese día disfrutaremos de su compañía sorprendente y maravillosa, pues como dije hace unas semanas a un amigo actor del teatro Español, en el café Dorín, donde estaba con la niña: Esta es sin duda mi mejor obra.