Preocupados por la duración de nuestras vidas y lo que pueda quedar de ellas, no nos da por pensar de verdad en que no dependen en absoluto de nuestras inquietudes y deseos.
En mi caso concreto y en momentos de zozobra, me ha dado por pensar dónde se estará mejor si aquí o en ese otro mundo en el que queremos creer.
Si se está mejor en ese otro mundo, por qué temer el fin de esta vida; y si se estuviera peor, para qué preocuparse si fatalmente llegará el fin de esta vida terrestre.
Todo esto viene a cuento que la virtud o la bondad de los que no creen en nada, suele ser a menudo superior a la de los que creemos en esa otra vida. Y eso es así porque realmente no creemos, y estamos viciados por el orgullo de creernos en el fondo superiores a los que dicen no creer en nada.
Ochenta y un años y pico hacen que me preocupe y desee a menudo vivir un poco más, sin darme cuenta que es Otro, y no yo, es el que me está manteniendo vivo en este mundo, sostenido en sus manos amorosas sin pedirme nada a cambio.
Cada minuto que pasa, cada segundo -en la vigilia o en el sueño-, no dependen de mí sino de Él. ¿ Entonces a qué temer?.
Si realmente fuésemos creyentes de verdad experimentaríamos una paz honda y profunda; la del niño que fuimos acurrucados en la cuna sabiendo o mejor sintiendo, la cercanía de la madre que vela nuestro descanso.
Y es ahora que esa madre o padre celestial el que vela día y noche el sentido y el por qué permanecemos aquí. Mientras gran parte de nuestros familiares y amigos han partido ya a un más allá, del que solo conocemos por un ferviente deseo y por ciertas escrituras.