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El Pirata Cachidiabolo
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El Pirata Cachidiabolo

  • Texto Juan Carlos Rois - Ilustraciones Eva Milán y Martín Rois

viernes 05 de enero de 2024, 00:42h

05ENER24 – MADRID.- Cachidiabolo era un hombre imponente y de trazas terribles, que tocaba su cabeza con amplio turbante, vestía de botarga carmesí, y llevaba un chaleco de tafetán sobre su generosa barriga. Solía acompañarse con una daga entre la faja y con un alfanje descomunal al cinto. Siempre se acompañaba del compadre Dragut, el pirata Patadepalo y del taimado Sinán, el judío de Esmirna, en sus correrías.

Aquellos también iban con bombachos y faldones de colores brillantes y portaban alfanjes y ballestas y a veces unas estacas imponentes con las que golpeaban las cabezas del Almirante Doria y del codicioso Portuondo, que en la vida real perdió la cabeza tras el desastre de Espalmador.

Portuondo, general de mar del emperador, siempre pulcramente vestido de negra armadura con su banda cruzada , su charretera y sus grandes narices, era el muñeco menos logrado de aquel guiñol. Todos soñábamos con ser Chacidiabolo, el pirata más astuto después de Barbarroja y odiábamos a Doria y a Portuondo, igual que soñábamos con ser los indios de Toro Sentado en las luchas contra los federales, o los ladrones cuando jugábamos a ladrones y policías, o don Quijote frente a los molinos, o el Zorro ante los esbirros del gobernador, David frente a Goliat, El Capitán Trueno frente a los malvados, el guerrero del antifaz frente a Ali Kan, el astroso frente al finolis y un sinfín de pequeños héroes de ilusión que poblaban nuestra infancia.

Todos queríamos ser piratas con nuestro barco dispuesto a zarpar a la mar detrás de la aventura sin final. Navega velero mío, sin temor, que ni enemigo navío ni tormenta ni bonanza tu rumbo a torcer alcanza ni a sujetar tu valor.

En la vida real las cosas son más complicadas.

Portuondo fue presa de su codicia y de su soberbia, es verdad, pero no era el único malo. Con más potencia de fuego que los piratas, se sobrevaloró y su escuadra fue arrasada frente al abra de Espalmador. Sus soldados fueron diezmados por los corsarios bajo el mando de Cachidiábolo, enterrados en la arena hasta la cabeza y destrozados por los cascos de los caballos en cruel zafra de odio. Él mismo fue descuartizado en presencia de su hijo, al cual llevaron a Estambul, donde fue empalado, junto con el resto de los soldados esclavizados, para solaz del sultán.

De modo de Cachidiábolo y los suyos también eran unos sanguinarios nada despreciables y nada recomendables.

Otros mitos pueblan nuestra educación afectiva y sentimental: Che Guevara, Camilo Torres, Espartaco, Durruti, El Campesino, el Libertador Bolívar, Juan Martín y una retahíla de tipos que, bien mirado, eran la otra cara de la misma moneda y cometieron tantas atrocidades como las que denunciaban de sus enemigos.

Las cosas no son tan simples. Donde cayó Camilo no nació una cruz de luz, ni aquí se queda la clara, la entrañable transparencia de tu querida presencia, comandante Che Guevara, ni la épica y la retórica de los ejércitos republicanos frente a los alzados es tan luminosa como nos la pintan, sin obviar que todas ellas olvidan a las víctimas, a quienes buscaron otra vía distinta, a quienes simplemente sufrieron u obedecieron a la fuerza, a quienes desertaron de tanta locura en cuanto pudieron, de quienes, a pesar de todo, se esforzaron en restañar heridas y en propiciar cuidados, de quienes desobedecieron discretamente.

. Ahora desconfío de todos estos héroes, incluidos los de los tebeos y los distintos catecismos políticos destinados a la glorificación de personajes siniestros cuyo heroísmo consiste en hacer de la brutalidad su instrumento y en reverenciar la violencia.

De Cachidiábolo ya solo me gusta el nombre, que me parece bien divertido, y las botargas, pero no el Caftán ni el turbante, ni la daga y el alfanje, ni mucho menos su atroz crueldad o sus acciones de espanto y rapiña.

Y ni siquiera como un juego me interesan las hazañas del Capitán Trueno o de Crispín y Goliath.

Y del resto para qué contar.

No me apasiona para nada esa retahíla de héroes con los calzoncillos por fuera y otros zascandiles que glorifican el tipo de vida que deploro

Ejércitos ni los del pueblo, amigos. Violencia ni la necesaria. Odio ni el justificado, si es que cabe buscar justificación a la violencia y al odio sin morirte de la risa, o de vergüenza.

Prefiero a los héroes y heroínas anónimas y cotidianas que cuidan discretamente, que respetan, que sienten compasión, que rehúyen las malas artes en vigor, que resisten a la maldad reinante, que rechazan la espiral de la violencia y se empeñan en desterrarla de sí, que prefieren el amor al odio y que, desde luego, no saldrán nunca en ninguna crónica, ni formarán parte del panegírico de quienes dictan la realidad positiva. Ni siquiera tendrán un cuento aunque, héroes anónimos, hacen florecer un mundo mejor.

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