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Diez Cuentos Retrospectivos de Navidad (Y un poema de amor) (VII)

Miradas Retrospectivas
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Miradas Retrospectivas

  • Texto Juan Carlos Rois - Ilustraciones Eva Milán y Martín Rois

jueves 04 de enero de 2024, 17:44h

03ENE24 – MADRID.- Por esas cosas de la vida, estuve hace poco en una ciudad añeja y lejana donde tuve que hacer noche. Había acudido allí invitado para dar una charla dentro de un ciclo de sensibilización en el que ya habían circulado otros invitados en fechas previas, de modo que el acto era, si no recuerdo mal, el tercero o el cuarto que se celebraba en el mes.

Como suele ocurrir en este tipo de encuentros, son sobre todo reencuentros con viejas amistades y complicidades de lucha que siguen manteniendo, con gran mérito y constancia, la llama de una causa y de una propuesta ahora en horas bajas.

Lo entrañable de la acogida, las complicidades compartidas con amistades queridas con las que hace tiempo que no coincides y el interés de las personas asistentes al acto convierten por lo general este tipo de reuniones en un placer inigualable y en una cierta dosis de ánimo. El vaso está medio lleno y, con todo lo que ha caído, no se ha secado del todo la fuente que lo nutre.

Tras el acto, sin embargo, se reproducen casi siempre parecidos lamentos compartidos: somos pocos, la juventud no se interesa por estas cosas, cada vez estamos más mayores, el ambiente social y las instituciones tienden a ignorar todo esto y, si pueden, hacen lo posible por invisibilizar nuestra voz crítica y propositiva.

Subyace un eterno malestar nostálgico por la pérdida de vigor de nuestras luchas afanosas y por los ciclos de movilización pasados, cuando éramos capaces de concitar tanta implicación y de permear en los valores de la sociedad.

La distancia entre tiempos mejores y los de actual sequía siempre forman parte de estas tertulias tras el acto e incorporan un cierto desabrigo en los reunidos.

En realidad son preocupaciones recurrentes que ocupan nuestros desconciertos y que no tienen una fácil explicación ni se atisba una pronta solución.

En nuestro caso coincidió además con que el día de la charla era a su vez uno de los días grandes de una fiesta universitaria en la ciudad (se trata en este caso de una ciudad universitaria donde las haya). En el paseo nocturno tras el acto, la calle estaba plagada de jóvenes alegremente festeros y bien rebosantes de todos los atributos de algarabía y buen rollo que dotan a la juventud de cualquier época, lo cual, en este caso, despejaba la incógnita repetida de dónde se encontraba la juventud, que no iba a actos recónditos como el que acabábamos de celebrar.

Ni que decir tiene que este tipo de viajes conllevan también una cierta intranquilidad para el viajante, pues encontrarse en una ciudad ajena y casi desconocida suele aportar su granito de incertidumbre, sobre todo al regreso y si éste se hace en tren y con hora fija. Y más si la hora es temprana para aprovechar lo que se pueda del día cuando se regresa a la propia casa.

En una mañana fría, muy fría, tuve que salir, casi a la carrera, para llegar a tiempo al tren, pues por esos misterios de la vida, había mirado mal la hora de regreso y cuando me di cuenta ya casi estábamos con el tiempo justo para llegar a la estación.

A toda prisa salí del lugar donde me alojaba y corrí a la estación, donde el tren estaba a punto de salir.

Con el mismo aprieto corrí al vagón y entré para llegar a mi asiento cuando ya todo el pasaje estaba acomodado.

A los dos o tres minutos el tren emprendió su marcha.

Despuntaba el Sol hacia el este de modo que la vieja ciudad se recortaba bien contrastada en el lento caminar del convoy.

Por casualidades de la vida, mi asiento se encontraba en el centro del vagón y en el sentido opuesto a la marcha del tren, de modo que iba viendo, como en retrospectiva, la ciudad de la que volvía, el campo por el que el tren acababa de pasar, luego las manchas de algunos pueblos a los que habíamos llegado segundos antes y, en definitiva, todo el camino que ya habíamos recorrido.

Pero no veía el destino; es decir, al punto hacia el que nos dirigíamos.

Me preguntaba cómo sería el paisaje del horizonte que tenía a mis espaldas:

¿planicies?¿valles fértiles? ¿montañas y quebradas? ¿habrá múltiples caminos, muchas vías que se abren por derroteros diferentes o que se entrecruzan?

Así que mi mirada era, creo que lo he dicho ya, retrospectiva y algo pretérita. Lo que tenía por delante de mis ojos era el tiempo pasado y sólo podía soñar el horizonte, sin llegar a atisbarlo o vislumbrarlo, pues me encontraba de espaldas al sentido de la máquina.

Así nos ocurre, pensé, también con las estrellas que vemos en el cielo, y eso que están situadas por delante de nuestros ojos, no por detrás de ellos: vemos su reflejo fósil, el brillo de un tiempo que fue, pero no podemos ver su presente ni su predecible futuro.

Tal vez en nuestros sueños soñados despiertos y con nuestras utopías nos pasa un poco igual, caminamos a ciegas hacia ellos sin vislumbrar el horizonte, fijos en el pasado, sin ese punto de referencia a la vista, como en un tren de espaldas al sentido de la marcha. Persistimos en los mismos atolladeros, hacemos las mismas cosas, pensamos con pensamientos ya pasados. Por ello soñamos con la mirada puesta en el pasado, con sus éxitos y lastres, de forma retrospectiva y algo nostálgica. Y por eso nuestros sueños tal vez se plagan de preguntas manriqueñas y anhelos descontextualizados, también de recaídas en la misma piedra, que no nos dejan atisbar nuevos caminos abiertos a un horizonte indefinido, incierto, tentativo y tal vez en construcción y al alcance de la mano pero que exige aventura, plasticidad y cambio.

He de decir también que la visión de fondo de la ciudad desde la que regresaba era una visión parcial del pasado, centrada en los perfiles de la piedra; muy petrificada y sólida pero equívoca. Para nada desvelaba de rastro de la alegre sinfonía festiva de los jóvenes, de sus preocupaciones y anhelos, de su ludismo y de sus potencialidades, ni tampoco del constante esfuerzo de mis compañeros por hacer posible otro mundo, ni otros miles de historias tal vez anónimas y discretas que pasaban desapercibidas, aunque en mi mente estaban, pues las acababa de vivir en la noche anterior con mis propios ojos.

También el pasado es muchos pasados y contiene semillas necesarias que anticipan el futuro, solo que a veces están ocultas y silenciadas y, como quien dice, el árbol no nos deja ver el bosque.

Quiero decir con ello que el pasado también ha de alimentar nuestras utopías. Claro, no todo pasado, no el pasado petrificado, no la patente huella de sus dominaciones, no la molicie de la costumbre y sus pesadas reglas, sino la exigencia insatisfecha de la voz de los vencidos, su deuda aun por saldar y no dormida que evita que el futuro sea una mera prolongación del presente, incluso en su versión más decadente.

Ojalá el tren de la vida permitiera en su caminar tener una visión dúplice, al sentido de la marcha y a su inversa, de modo que pudiéramos ver indistintamente el origen y el destino.

Y así mismo el futuro y las tareas que nos exige. No solo mirando el horizonte, sino también haciéndonos cargo del pasado de los vencidos, de nuestro propio legado y de las facturas insatisfechas que arrastran y arrastramos. Haciéndonos cargo del dolor apilado y pendiente de respuesta, porque aspiramos a que la última respuesta no sea la razón de los vencedores. Haciéndonos cargo de los estratos de dominaciones superpuestos y mineralizados que construyen en metal de nuestras propias y sutiles cadenas.

Para alumbrar nuestras propias conciencias respecto a nuestras mordazas, para provocar nuestro asombro y para despertar la fuerza de nuestra indignación como motor de la acción y nuestra esperanza como fundada motivación para luchar contra ellas.

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