Hay que agradecer a la Fundación Mapfre que podamos disfrutar de esta fascinante mujer y de su obra. Nació en 1917, en el condado de Lancashire, al noroeste de Inglaterra, en el seno de una familia acomodada de la alta sociedad.
Pocos años después su familia se traslada a Crookhey Hall, a una mansión cerca de Lancaster. Tal vez ahí es donde comienza en Leonora una fascinación por lo mitológico y por el mundo de las hadas, estimulada por las mujeres importantes de su familia como su madre y abuela, excelentes narradoras que le contaban y leían historias que a ella le fascinaban. También su niñera, Mary Kavanaugh, contribuyó a ello pues fue para ella como una segunda madre.
La vida para Leonora era como un cuento interminable que no acababa nunca. Vivía entre la realidad y la imaginación y sus sueños se prolongaban aun estando despierta para trasladarlos a sus lienzos. Tenía una necesidad imperiosa de captar y llevar a sus cuadros lo que veía y lo que imaginaba, en un afán de que no se le escapara nada.
Nos encontramos, por tanto, con la obra de una mujer minuciosa y detallista, cuya fantasía desbordante lleva al espectador, lo arrastra, hacia ese mundo irreal, un mundo maravilloso del que nunca va a salir.
Creció al aire libre, rodeada de bosques y de naturaleza, por donde corrían los arroyos y las fuentes salpicaban el paisaje. Y en medio de ese ambiente natural la convivencia con los animales del bosque se hacía cada vez más estrecha en la vida de Leonora. Vivió en casas lujosas profusamente decoradas con numerosas estancias donde los estímulos visuales eran abundantes para ampliar su imaginación, de por sí, desbordante. Pasaba horas dibujando y pintando lo que veía o imaginaba, y lo hacía con plena libertad. La libertad fue siempre su bandera y la enarbolaba constantemente. Tal vez esa libertad, innata en ella, le confirió una fuerte personalidad para tomar sus decisiones, muchas veces, no acordes con la voluntad de su progenitor. Esa personalidad suya provocó que fuera expulsada varias veces de los centros donde estudiaba.
Podría deducirse que Leonora era una niña que desde muy pequeña sabía lo que quería e intentaba conseguirlo como fuera. Por eso sus padres, para modificar un poco su carácter, la enviaron a una escuela de buenos modales a Florencia, algo que ocurría con frecuencia en las familias acomodadas que podían permitírselo. Su estancia en Florencia le permitió conocer a los maestros de la pintura del trecento y del quattrocento. Allí también visitó la galería de los Uffizi y el Palazzo Strozzi, donde quedó maravillada por los cuadros y las escenas que se representaban fijándose en todos los detalles de elaboración, en las diferentes texturas empleadas por los artistas como la predela, la témpera o el color. De aquella experiencia regresa a Inglaterra con el convencimiento de convertirse en artista.
Se matricula en la Chelsea School of Art y al poco tiempo se inscribe en la academia del pintor Amédée Ozenfant en Londres.
En 1937, tras visitar la exposición de Max Ernest, comienza su vida amorosa pues ambos se enamoran perdidamente. Su padre se opone a esta relación, pero los amantes huyen. En Paris, Leonora ha visitado el Museo del Louvre varias veces y recorrido numerosas galerías de arte donde se familiariza con los grandes artistas de la época y sus obras. Conocerá a personajes como Picasso, André Breton, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Incluso tuvo una gran amistad con María Félix a quien regaló el famoso tríptico, Sueño de sirenas, en el que aparecen tres mujeres, protagonistas de un sueño que había tenido la actriz y Leonora lo desarrolló en el famoso tríptico.
La vida de Leonora fue una aventura maravillosa que cualquier mujer de su época envidiaría. Viajó por medio mundo, conoció a personalidades importantes del mundo intelectual y social. Fue presentada en sociedad cuando gobernaba Jorge V. Todo seguía un curso perfecto para que Leonora hubiera realizado sus sueños. Publicaba sus cuentos, sus pinturas empezaban a ser conocidas y valoradas. Pero la guerra comienza a cambiarlo todo, y como a tantos otros, a ellos les afectará duramente. Max Ernest es detenido en Francia por su condición de alemán. Para huir de los nazis Eleonora pasa por Andorra y Barcelona para llegar a Madrid en busca de un salvoconducto para su amante.
Los avatares de la guerra llevan a Leonora a sufrir una profunda depresión y sus padres la ingresan en una clínica psiquiátrica, donde es sometida a tratamientos de electrochoque. Sufrió horribles tormentos, pero incluso de aquella terrible experiencia, Leonora supo sacar provecho, pues ella hacía que aquellos sueños horribles, de torturas infames que la hacían hasta perder el conocimiento, urdir un mundo mágico e irreal que después llevaría a sus cuadros.
Por eso, estamos ante una obra sorprendente y surrealista que, en muchas ocasiones, nos recuerda al Jardín de las Delicias de El Bosco. La naturaleza en toda su explosión nos muestra enormes bosques, campos abiertos de donde emergen cipreses siniestros o colinas inverosímiles por donde galopan animales con cabezas femeninas, o caballos desbocados con cabezas de zorro. El mundo animal y vegetal están presentes en la vida y en la obra de Leonora. Introducirse en sus cuadros es viajar a la infancia, a ese mundo de miedos y terrores, pero llenos de belleza y colorido donde todo puede acontecer, donde las escenas más inauditas emergen en cualquier punto donde fijamos la mirada. Los ojos no se cansan de mirar y escrutar los trazos del pincel de esta artista que hoy llena las salas del edificio del Paseo de Recoletos de Madrid.
Se podrían hacer muchas lecturas de esta gran artista que lo dio todo en el mundo del arte. Se entregó a esa pasión que la dominó desde su más tierna infancia y centró su vocación en una acción incasable. Su posición social le facilitó mucho las cosas, pero también su vida sufrió reveses. De todo salió indemne, de sus aciertos y de sus fracasos. Tuvo dos hijos con su esposo Emérico Weiz. Falleció a los 94 años en México, país que la acogió y con el que estableció grandes vínculos.