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"Doce Cuentos Arqueológicos de Navidad"

El Invento del Pan (I)
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El Invento del Pan (I)

  • Por Juan Carlos Rois Alonso - Ilustraciones: Eva Milán Rois

miércoles 04 de enero de 2023, 21:51h

04ENE23 – MADRID.- Comer un trozo de pan es algo tan corriente que casi nunca reparamos en ello. Levamos tanto tiem- po con el pan como acompañante de nuestros manjares y de nuestra escasez que incluso nos parece un elemento más del paisaje culinario, de nuestras harturas de pitanzas desbordadas y de nuestras penurias de pan y agua.

El Invento del Pan (I)

A lo sumo, los que aún guardan la costumbre de viejas tradiciones y de legados ya poco reconocibles, cuando no abusivamente manoseados hasta convertirse en lo contrario de lo que las hizo nacer, dan gracias a Dios, al dios de cada cual, por el don del pan que les regala cada día.

Dejo volar mi imaginación. Alguien inventó el pan. Alguien tuvo que darse cuenta de que cuando se dejaba la molienda de cualquier cereal mezclada con agua y fermentaba, si luego se cocía al fuego del hogar la masa, se producía el milagro del pan, con su miga tibia, con su corteza quebradiza, con su olor amable y cálido.

Hará de ello muchos miles de años. Mucho antes de que los humanos se hicieran agricultores y naciera eso que llamamos neolítico, esa especie de ruptura entre nosotros y nuestros antepasados incivilizados y de aspecto simiesco tan distinto al nuestro.

Se han encontrado migas fósiles de pan de hace más de catorce mil años en Shubayqa, al norte de Jordania.

¿Sería un descubrimiento casual el del milagro del pan? ¿Sería fruto de la observación? ¿lo harían adrede? ¿lo irían buscando?

El hecho es que sucedió y desde entonces el pan acompaña nuestras soledades y nuestras fiestas, nuestras devociones y nuestra humilde mesa rutinaria. Y también nuestras condenas y nuestros sue- ños de hartura y utopía.

Dejo de nuevo volar a mi imaginación. Tal vez mucho más lejos de Shubayqa y más hacia atrás en la nebulosa de milenios que nos envuelve y que construyen lo que somos y lo que dejamos de ser. Me imagino cómo apareció el primer pan allá en los tiempos arcaicos en que los hombres aún forrajea- ban o cazaban para alimentarse y convivir. Cuando el cereal no era aún un cultivo extensivo, sino un don que se plantaba en pequeñas huertas o en macetas para celebrar cualquier fiesta, tal vez para honrar a los ancestros, o para ofrendarlo a los númenes del momento, o tal vez para comulgar en común con las gachas de su harina en los encuentros periódicos de las tribus tras su diáspora del invierno.

Entonces alguien molería el grano en esos molinos de mano hechos en piedra que se han encontra- do por allende los lugares, y así espigaría los hatos, y obtendría el cernido, y lo mezclaría con agua para hacer una papilla, o las gachas, o cualquier otra mezcla alimentaria; y así ofrecerían esas masas que tal vez comían sucesivamente pasándoselas de una a otra comensal, ...

Es entonces cuando surgiría el milagro: la masa fermentó. Tal vez quedó cerca del fuego que los congregaba y creció. O la introdujeron en las piedras recalentadas por ver qué gusto tenía. O vaya usted a saber.

No sabemos cómo ni por qué surgió el pan. No lo po- dremos saber. De lo que sí estoy casi seguro es que quien lo inventó fue una mujer. Quien se lo comunicó a las demás como un verdadero descubrimiento, tal vez mayor que el del coche que ahora nos subyuga con sus

malos humos o de los soldados que nos avasallan con sus malas prác- ticas, fue una mujer.

Una comunidad de mujeres quien lo cocinó una y otra vez a partir de entonces para ofrendarlo como un regalo, uno de los mayores desde que el mundo es mundo, a la comunidad de frágiles monos desnudos que somos.

¿Cuántos más descubrimientos cruciales, más importantes que las nuevas tecnologías digitales y más que los avances tecnológicos de los que nos servimos y que nos atan, debemos a las mujeres?,

¿cuántos más decisivos que los cohetes para ir a la luna, que la plancha a vapor, que los propios libros donde hoy escribimos nuestras historias, no tendríamos que agradecer a esas curiosas mujeres que festejaban, que alimentaban y cuidaban, que pertenecían a otro mundo al que despectivamente ignoramos?

Me pregunto también por qué dar las gracias a los dioses por el pan. Más bien deberíamos reconocer a las diosas que lo hicieron posible.

Diosas que, de venir ahora a llamar a nuestras casas desde la lejana Jordania donde encontraron las primeras migas de pan datadas, no las dejaríamos pasar de las fronteras en las que hemos encerrado el mundo.

Como seguimos haciendo con las jordanas, y sirias, y kurdas, y tantas y tantas descendientes de las diosas que ahora nos piden la hospitalidad que sus ancestros nos legaron como don para el futuro.

A pesar de deberlas tanto.

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