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Doce Cuentos Arqueológicos de Navidad
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Doce Cuentos Arqueológicos de Navidad

  • Por Juan Carlos Rois Alonso - Ilustraciones: Eva Milán Rois
  • Los cuentos son también registro fósil de nuestra cultura y de nuestra afectividad”

miércoles 04 de enero de 2023, 21:48h

04ENE23 – MADRID.- Al enterarme que mi sobrina menor se interesa por la arqueología, se me ocurrió la idea de preparar estos cuentos arqueológicos para la navidad. Los cuentos, como los mitos, como los relatos más o menos fantasiosos y las parábolas, son una constante de la humanidad y constituyen en gran parte el acicate y el pegamento de nuestra experiencia y de nuestra motivación, con esa especie de renglones torcidos de avances y retrocesos ambiguos con que se ha escrito nuestra práctica convivencial, o eso tan grandilocuente a lo que llaman historia.

Intentan dar una lógica a nuestro peregrinar de siglos y de milenios, como si el paso de nuestra hue- lla por el suelo que habitamos y que nos habita tuviera sentido prefijado, sea este lineal, cíclico, un misterio evolutivo a esclarecerse y un destino final y abstracto a realizar.

Somos seres del cuento. Nos motivan los relatos. Nos congregan. Nos hacen sentir y soñar, tener esperanzas y pesadillas. Nos sacan de nosotros y de nosotras. Nos diluyen en el común. Nos aíslan del resto. Nos impulsan a empresas imposibles. Nos conducen a metas deseables y nos hacen cooperar. Incluso con miles de personas que comparten igual relato, personas a las que quizás no conozcamos de nada y con las que probablemente no tendíamos mucho en común de conocerlas con más profundidad.

Por desgracia a veces cooperamos para lo peor de nuestro propio fuste humano, como hacer la gue- rra, despreciar a los otros como enemigos, segregar identidades, marginar, destruir, subyugar, ...

Los cuentos son también registro fósil de nuestra cultura y de nuestra afectividad; la huella arqueoló- gica de nuestra evolución cognitiva y cultural que, según dicen las voces expertas que en investigarlo han puesto tanto empeño, dejan su huella rastreable en nuestros cerebros, en nuestros afectos y en nuestras tradiciones, por más que tales restos no somos capaces de percibirlos con facilidad.

Nuestro mundo de hoy también tiene sus mitos y sus cuentos propios. Cuentos y mitos que nos mo- tivan a ser como somos y, tantas veces, comulgar como con ruedas de molino.

Porque, por desgracia, nos tragamos mucha mierda, tal vez porque nuestra cultura de hoy en día es una gran productora de detritus y residuos y alguien se los tiene que acaban comiendo, ya sea porque acaban en nuestra cadena trófica, o en nuestra cadena espiritual, ideológica y cultural, otro aspecto del basurero en que vivimos.

La mitología de fondo de nuestra época predica, entre su mucha mugre, que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Rinde culto a una tecnología cada vez más desligada de la práctica, para a ser mera técnica instrumental al servicio de poderes obscuros. Genera una moral que es mera justifica- ción de la violencia rectora que respiramos tan naturalmente como el aire cargado de halones, de óxidos tóxicos y otras guarradas que producimos por doquier. Se somete a la pleitesía al dinero como mediador entre nosotros y el mundo, hasta el punto de que lo más parecido a los atributos divinos de la antigua filosofía y de la teología, su hija natural (ubicuidad, incorporeidad, unicidad, sobrenatu- ralidad, milagros, infinitud y unidad, etcétera), hoy lo encarna el dinero y la religión que en su honor profesamos con reverente y servil fe de consumidores. Invita a mirarnos el ombligo, a desear sin fin consumir experiencias prefabricadas por alguien emboscado que se lucra con ello vendiéndonoslas en pequeñas dosis y haciéndonos creer que con ello somos independientes, originales y libres, por más que hagamos las mismas idioteces miméticas que toda la prole de aspirantes a tal independen- cia y a la originalidad enlatadas. Exagera nuestros impulsos egoístas, perennes y cortoplacistas. Nos promete amos del mundo, de un mundo con más de 90.000 millones de especies eucariotas de las que nos creemos la única, la mejor, la dueña y señora que puede usar a su antojo todo lo demás y desentenderse de su interrelación y sinergia. Exagera nuestras emociones más efímeras y banales, disfrazadas de pasiones arrebatadas, amores sensibleros, emocionantes y fáciles, experiencias fuertes y bien de arrebato simplista y mediocre. Busca con ahínco los subidones de adrenalina y dopa- mina que provoca tal frenesí, los efluvios sensoriales o místicos que tanto valen para esperar la ab- ducción de un marciano como la aparición de la Virgen del Popelín o del Tafetán enjugando nuestras sufridas y lacrimógenas penas, mientras desprecia nuestras tendencias naturales a la compasión, a la empatía, a la colaboración y el regalo, al asombro y al cuidado.

Nuestra cultura de los últimos pongamos por caso siete mil años recibió un legado de miles de ge- neraciones de buena relación con la naturaleza y ahora nosotros, hijos de un proceso cada vez más unilateral de obsesión por el tener, estamos a punto de legar el abismo a las generaciones futuras, mala forma de ejercer la justicia generacional que nos vincula con nuestro pasado y con quienes aún no han venido a término y merecen respeto, dignidad y vida.

Decía el poeta que no le contaran más cuentos, que se sabía ya todos los cuentos. Protestaba contra la mentira de nuestros grandes relatos: la patria, la religión, la ideología, la resignación de un pueblo, el futuro, ...

Pero la verdad del poeta, como toda verdad, es una verdad parcial, que anuncia y denuncia, que due- le y alivia, que cura y enferma y nunca lo dice todo ni del todo, porque es imposible tener la verdad y mejor nos iría en acogerla y dejar que ella nos tenga a nosotros y a nosotras.

Pero vivimos en un mundo de certezas inciertas, de mentiras que operan con tal densidad que son más reales y efectivas que la humilde verdad que las desmiente. Yo creo que necesitamos más cuen- tos. Los cuentos que no sabemos. Los que nos pueden coger desprevenidamente. Los que nos reli- gan a nuestros olvidos y a nuestros mejores sentimientos.

Este año he pensado ensayar cuentos de ese tipo.

Cuentos arqueológicos, porque su moraleja está, como los vestigios y los fósiles, escondida en el lado oculto de lo que hemos sido, de lo que somos y seguimos siendo. Del legado que hemos recibi- do discretamente y olvidado sonoramente.

Porque, como los fósiles, no son un mero objeto para poner en un anaquel, sino un estímulo para pensarnos y repensarnos.

Los cuentos necesitan algo de insensatez, o de ingenuidad, dones que preferiblemente tiene la infan- cia, aunque luego se nos anquilosan, como la habilidad prensil de los pies, y nos llega la artritis men- tal y nos hacemos mayores y ya la cosa tiene poco remedio hasta que llegamos a una vejez que nos abre de nuevo a una especie de nueva niñez, o eso dicen quienes han llegado a ella con clarividencia.

En todo caso, la navidad es algo mágica. Al menos así se empeñó Rosa en hacérnoslo creer hasta an- tes de la pandemia, y por eso un tiempo propicio para desobedecer al realismo triste que nos habita y nos viste con sus ropajes de deseos y ambiciones, y para soñar con las moralejas de los cuentos y de las fantasías que no se conforman.

Elijo cuentos arqueológicos, que habla de rumores y pasiones fósiles y emboscadas a la espera de las dotes arqueológicas de cada cual para sacarlas de donde no parece haber nada.

Y allá van.

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