Era el verano y el comedor cuadrangular era de tales dimensiones que casi no veíamos a quien teníamos enfrente, al otro lado. Había, a la entrada un museo de cera y el anfitrión mandó busca unas botellas, ardua tarea pues la bodega estaba bajo tierra y de momento, y sin el dueño, nadie encontraba las llaves ni el lugar.
El filósofo- llamémosle así – sacó del interior de su automóvil unas perolas con manjares exquisitos cocinados por él. Yo tenía la impresión estar en un cuento de hadas, un lugar muy lejano y extraño al mío, pero siempre apasionante, algo parecido a lo que nos está ocurriendo ahora.
Había que estar atentos. Todo era fascinante y raro. El nivel de vida, del otro mundo; el escenario tan bien, tan cuidado. Los comensales ídem de ídem.
Comenzó el almuerzo, una especie de potaje d garbanzos con bacalao de sabor inimaginable.
Comenzamos a hablar si lo intentaba con las mujeres de enfrente tenía que gritar.
A mi derecha, sentado, el dibujante; a mi izquierda el anfitrión, nada más ni nada menos. No sabía qué decirle.
--¿ Qué te parecen los ediles actuales?. – musité tanteando el ambiente.
-- Mejor que todos murieran – contestó el empresario.
--El anfitrión, el magnate, con su boina semicalada y su estilo vasco, me conocía, de vista y quizá algo más pues yo era famosillo en aquel pueblo, como lo fui algún día también en esta nación a la que tanto amo.
Pero nadie era nada ante tal ostentación, ante tanto lujo.
En realidad durante toda la agradable velada tuve sensación de extrañeza, como la tengo ahora por culpa de este pequeño y mal recibido Coronavirus que ha alterado la vida de todos. Coronavirus que ha alterado mi vida y mis costumbres.
El filósofo, impresionante también – después tuve el honor de llegar a ser su amigo –, servía con un cucharón de plata el exquisito potaje a los invitados.
Las botellas de Burdeos con alguna telaraña se escanciaban en las copas de cristal de bohemia.
Al final del banquete duró unas cuatro horas, el magnate puesto en pie y esbozando una sonrisa preguntó con voz sonora.
--¿Y bien , qué queréis que podemos hacer ahora, nos suicidamos… o hacemos otra cosa.?
Decidieron irse todos a Madrid en los coches a no sé qué teatro. Pero fue poco antes que yo pronuncié la palabra prohibida, la palabra maldita: Y SI NOS ABURRIMOS.
La mirada del filósofo fue de fuego. Comprendí entonces que aquella palabra no se podía pronunciar jamás y menos en un ambiente sofisticado, culto y adinerado donde todo era posible.
Era el temido concepto romano del tedium vitae, “el aburrimiento de la vida”, plaga que asolaba a los patricios romanos, supercultos, superricos, superociosos.
Para salir de semejante trance fue necesario que los primeros cristianos fuesen despedazados en la arena del circo por las fieras, que los gladiadores fuesen atravesados por la espada del oponente, que ardiera Roma ante los ojos melancólicos y aburridos de Nerón o que Calígula aniquilara a parte de su familia. Que Hitler enviara a la muerte a las cámaras de gas a miles de judíos.
¿Qué podremos hacer para evitar que la palabra maldita anide en nosotros, cuando el Corona Virus reticente se vuelva insoportable, tan insufrible como nuestros encierros?.