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Entrevista a José Antonio Sierra

Autoestop desde Ávila a Fráncfort
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Autoestop desde Ávila a Fráncfort

  • En 1961, el profesor José Antonio Sierra viajó desde su Ávila natal a Alemania para trabajar como voluntario en el mayor cementerio alemán de la I Guerra Mundial. En Francia conoció la realidad de los refugiados políticos españoles

miércoles 02 de enero de 2019, 21:34h

02ENE19 – MÁLAGA.- Si viajar en 1961 haciendo autoestop de Ávila a Fráncfort era como viajar al fin del mundo, hacerlo para trabajar como voluntario en un cementerio alemán de la I Guerra Mundial, entraba en la categoría de los viajes espaciales.

Autoestop desde Ávila a Fráncfort

¿Cómo debió de sentirse la madre de José Antonio Sierra (Villanueva de Gómez, Ávila, 1936) cuando su hijo, que nunca había salido de Ávila, decidió emprender esa sin par aventura en aquel verano de 1961 para ver mundo y de paso, practicar francés?

Porque el cementerio no estaba en territorio alemán, y si primero debía ir hasta Fráncfort –el punto de reunión– era para que la organización alemana encargada, Kolping, enviara a los voluntarios al pequeño pueblo francés de Neuville-Sant-Vaast, cerca de la frontera con Bélgica. Allí se encuentra el mayor cementerio de soldados alemanes de la I Guerra Mundial, con cerca de 45.000 tumbas.

«Le dije a mi madre que en Madrid había firmado como voluntario para trabajar en un cementerio de la I Guerra Mundial. Era mi primer viaje al extranjero y como no tenía dinero, decidí hacer autoestop. Imagínate salir de allí con una mochila, a la carretera, y decir que vas a Alemania. La gente pensaba que estaba loco», cuenta José Antonio Sierra.

Sin embargo, el joven abulense –residente en Málaga desde hace quince años– recuerda que desde temprano se buscaba las habichuelas: «Con 14 años les enseñaba Ávila a los turistas para practicar francés y además, así me daban propinas. Los guías de turismo se cogían unos cabreos...».

Con 23 años y maestro de profesión decidió ver mundo. Como explica, tuvo suerte y aunque hubo alguna espera aislada de una o dos horas, por regla general no tuvo que aguardar mucho en la carretera, camino de Alemania. «Continuamente eran trayectos muy cortos, pero con que fuera hacia adelante, aunque fuera al pueblo de enfrente, me parecía bien», recuerda.

Por suerte, José Antonio Sierra muestra una ajada libreta de papel, escrita a lápiz, que acaba de localizar en casa: «Es el diario que llevé de aquel viaje», sonríe satisfecho. Como detalla, el trayecto a Fráncfort no le llevó mucho tiempo. «Hice noche en San Sebastián, Burdeos y París», recuerda.

Y sin necesidad de libreta hay algunas anécdotas del viaje que nunca se le olvidarán. Una de ellas, recién llegado a París, cuando durmió en una furgoneta y el dueño le dejó encerrado hasta el día siguiente. «No podía salir», ríe.

Y en Burdeos, una pareja de estudiantes franceses le preguntó dónde pensaba dormir. «No te preocupes, no busques hotel –me dijeron– y me llevaron a un piso, abrieron una puerta y me dijeron: este es nuestro apartamento, quédate el tiempo que quieras». Los generosos estudiantes hasta le entregaron una llave.

También en Burdeos, una vez instalado, bajó a la calle y al primer hombre que vio por la calle le preguntó en francés por un sitio barato para comer. «Al escucharme me preguntó si era español y cuando le dije que sí me dijo que no me preocupara, que me llevaría a un sitio baratísimo, pero antes teníamos que subir a su casa. Nada más llegar estaba allí su mujer y le dijo: prepara cena para este chico. Resulta que el hombre que me encontré en Burdeos era un refugiado político español», cuenta.

Pero sin duda, otro momento especialmente emotivo lo vivió en la frontera entre Bélgica y Alemania, a la que llegó de noche. Nada más entrar en la RDA y al ver que no tenía dónde dormir, se colocó en la carretera y «casi me pongo a la fuerza para parar un tráiler; el hombre me empezó a hablar en alemán y yo sólo tenía apuntado arbeit (trabajo), friedhof (cementerio), y una dirección de Fráncfort. El hombre, emocionado, me obligó a compartir su comida y se desvió de la autopista para llevarme al mismo centro de Fráncfort».

Allí, el camionero entró en un bar lleno de «viejecitos» y les explicó que el español iba a trabajar de voluntario en un cementerio alemán en Francia. «Salieron todos estos viejecitos emocionados y me acompañaron a las once o doce de la noche a la Kolpinghaus; no se me olvidará el abrazo que me dio el camionero».

Tras esta aventura, José Antonio Sierra fue trasladado a Neuville-Sant-Vaast, al campo de trabajo voluntario con jóvenes de varios países. «Dormíamos en tiendas de campaña de la organización y cuando íbamos por la noche al pueblo, las chicas nunca querían hablar con nosotros porque estábamos trabajando en el cementerio alemán», explica. Las heridas de dos guerras mundiales no se habían cerrado.

La labor en el cementerio consistía en retirar las cruces de madera y reponerlas por nuevas, explica José Antonio, que destaca que entre las 45.000 tumbas también había unas 130 de soldados alemanes judíos.

El campo de minas

Trabajar de voluntario en Neuville-Sant-Vaast no estaba exento de riesgo, como demuestra una foto que conserva y que lo muestra junto a una valla: «Era un campo de minas, por ahí no se podía pasar. Creo que probablemente serían de la II Guerra Mundial».

Con el dinero ahorrado, pues la organización alemana le proporcionó una pequeña cantidad para el viaje, decidió volverse en tren a París y de ahí también en tren a Burdeos, donde se quedó descargando barcos del puerto. Allí conoció el barrio español y a sus vecinos, en buena parte refugiados políticos de España. «Empecé a darle clase de español al hijo de una familia de vascos que vivía allí, mientras trabajaba descargando fruta de los barcos».

José Antonio Sierra estuvo trabajando en la llamada Maison de la banane, a cargo de madame D'Espagne, una judía de clara ascendencia sefardita. «Todos los que trabajaban allí eran prácticamente refugiados políticos, ese fue mi primer contacto con ellos», señala. Su trabajo consistía en descargar racimos de plátanos de los camiones del puerto. «Pesaban una burrada y además tenías que tener mucho cuidado porque venían con arañas tropicales. Además, había que transportarlos separados para no dañar los plátanos».

Allí, entre los refugiados españoles fue conocido como El estudiante y uno de ellos se apiadó de él y le ofreció un trabajo menos duro, pues trabajaba hasta altas horas de la noche. «Consistía en montañas de limones, los ibas cogiendo uno a uno, los limpiabas y colocabas en una caja. Así, ocho horas. No aguanté, empecé a soñar con limones y a ver todo amarillo. Prefería los plátanos», ríe.

Su paso por el cementerio alemán y el puerto de Burdeos cambiaron para siempre la vida de José Antonio Sierra. «En primer lugar, por los refugiados políticos, que en España te los habían presentado como los malos de la película, unas personas terribles y criminales. Cuando volví a España empecé a ver todo de forma diferente, a analizar todo lo que ocurría y si alguien me hablaban de los rojos, pensaba que no los había conocido».

De paso, se convirtió en un pacifista y en un viajero impenitente que terminó echando raíces en Irlanda, donde residió 33 años como profesor de español. En Dublín, por cierto, creó en 1971 el Instituto Cultural Español, antecesor del Instituto Cervantes. En Irlanda vivió en primera línea, con sus colaboraciones en la Agencia EFE, la guerra en Irlanda del Norte. Por eso, pacifista acérrimo, alerta de la necesidad de que en Cataluña se busquen salidas para la convivencia y no se termine con una comunidad autónoma dividida en dos bandos irreconciliables. José Antonio Sierra habría sido una persona muy distinta de no haber salido a las carreteras del mundo en ese inolvidable verano de hace 57 años.

Alfonso Vázquez 30.12.2018 | 05:00

Fuente: laopiniondemalaga.es

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