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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La conciencia de morir

Por Germán Ubillos Orsolich
martes 02 de octubre de 2018, 12:49h

02OCT18 – MADRID.- En su relación con el paso del tiempo los seres humanos somos los únicos en la tierra que tenemos conciencia de que hemos de morir. Los animales no la tienen, aunque sienten el peligro y sus amenazas; las plantas mueren sin tener conciencia de ello; los minerales también llegan a desaparecer a los largo de los siglos o de los milenios por causa de la erosión de los vientos y de la lluvia.

El planeta, Gaia, dotado de vida, una larga vida si la comparamos con la nuestra, también morirá o más bien se extinguirá dentro de miles de millones de años, cuando la estrella que la ilumina y calienta se vaya enfriando hasta convertirse en una esfera enorme y oscura que crecerá hasta llegar a alcanzar la tierra y engullirla o en el mejor de los casos dejarla a oscuras y congelada.

Las galaxias colisionan de vez en cuando entre sí desplazando a sus estrellas y con estas a sus planetas.

Pero la muerte, y de esto vamos a tratar y de su conciencia, nos pertenece solo a nosotros.

Los ángeles inmateriales, pertenecientes al mundo de lo invisible, tienen la virtud o la maldición de no morir jamás desde que fueron creados, y aquí deslizo una idea que a muchos de vosotros no os gustará pero de la que yo estoy convencido, y es que hay una fuerza gigantesca y poderosa anterior al Big -Bang de Stephen Hawking, anterior a esa bola de materia densísima e infinitamente pesada, que en un momento dado estalló originando el Universo que conocemos en constante expansión, aunque después se vaya comprimiendo.

Aunque existan varios universos paralelos, repletos cada uno de galaxias y éstas de estrellas y de planetas que giran a su alrededor, hay – repito - algo o alguien anterior al “mundo de esa materia” y esto a mis 75 años lo mantendré siempre.

Los hombres y las mujeres morimos, se nos termina nuestro tiempo material, venimos de la tierra y volvemos a ella, es como un suspiro, como un chispazo en la inmensidad del tiempo cósmico.

Buda, que se paseaba feliz por los jardines del palacio de su padre quien procuraba evitarle todo sufrimiento, un día movido por la curiosidad osó salir fuera de sus muros y vio con estupor a un anciano lleno de arrugas, a un enfermo lleno de pústulas y heridas, y a continuación a un muerto, o sea el cuerpo sin vida de un hombre o mujer, inerte, inmóvil, pálido como la cera.

Que yo sepa solo un hombre de nombre Jesús consiguió o acertó retrotraer un cuerpo humano yerto y sin vida de más allá del umbral de lo que hemos quedado en llamar la muerte. Como Blanca Nieves que yerta, muerta, atragantada por la manzana maldita que La Bruja le ofreció y que volvió a la vida por el beso en su mejilla dado por el príncipe que la amaba, así aquel hombre, de nombre Jesús, consiguió al mandato, a la orden poderosa de su fuerte voz, que el cuerpo sin vida del hijo de la viuda de Naím volviera de más allá de la muerte hasta la vida; se lo entregó a continuación a su compungida madre. Hizo lo mismo con su amigo Lázaro, cuyo cuerpo yacía hacía tres días en el sepulcro. Le quería mucho y al enterarse de su fallecimiento de labios de sus hermanas, también amigas íntimas, lloró amargamente. Recordemos que una de ellas, María, le espetó “Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. Y Él le respondió, “Tu hermano no ha muerto, duerme tan solo, y volverá a la vida. Ten fe”.

Se refería a esa fuerza invisible situada más allá del tiempo y de la materia, la materia con la que trabajan y se esfuerzan los médicos, la materia que intentamos vanamente cuidar y proteger cuanto podemos, instalados en este tiempo tan precario y fugaz.

A la voz poderosa de aquel hombre, tras rogar a la fuerza invisible que nos envuelve a todos y tras correrse la losa de la sepultura, apreció Lázaro en pie, vacilante, cubierto de los vendajes de la mortaja y andando ante el estupor de muchos y la alegría de todos.

Nadie jamás ha vuelto a conseguir nada semejante, ningún mago, ningún rey, ningún emperador.

Bien. Buda, extremadamente sensible, se conmocionó de tal manera al ver lo que vio que consagró su vida entera a elaborar una técnica – que no una religión – para aliviarnos de la pesadumbre, de la angustia y el dolor que nos suponen la enfermedad, la vejez y la muerte.

El deterioro y la pérdida ineluctable del cuerpo que nos envuelve, que nos permite pensar, crear, proyectar y ser – como diría Hamlet –; perder el Yo como diría Freud; es la peor de las desgracias, pues con él perdemos la conciencia, la memoria, los recuerdos y experiencias, algo parecido a la peor de las enfermedades, el Alzheimer, que al decir del doctor Rojas Marcos - director general de psiquiatría en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, el día que Osama Ben Laden ordenó a sus seguidores provistos de pequeñas navajitas y corta uñas obligar a dos aviones repletos de pasajeros empotrarse contra las Torres Gemelas –, es la peor de todas ellas, incluyendo el cáncer.

El escritor Albert Camus dice textualmente, “Los hombres mueren y no son felices”. Y su coetáneo Jean Paul Sartre afirma, “El hombre, es una pasión inútil”.

Esas lecturas en mi juventud marcaron mi vida, hicieron de mi un existencialista puro y sumergido a su vez en un baño de cristianismo.

Me gustaría terminar diciéndoles, queridos lectores y lectoras que los ángeles del cielo con su majestad y en todo su poder nos envidian a nosotros, los humanos; nos envidian porque esa fuerza invisible nos ha regalado algo que ellos nunca tendrán: La libertad. La libertad de poder elegir entre esto o aquello, de elegir durante nuestro tiempo determinado hacer el bien o hacer el mal.

La conciencia de morir es la prueba de nuestra pequeñez, pero también la de nuestra grandeza. Pues el tiempo no termina con la muerte, es entonces, en esos momentos, cuando comienza.

Germán Ubillos Orsolich

Germán Ubillos Orsolich es Premio Nacional de Teatro, dramaturgo, ensayista, novelista y escritor.

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