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Opinión: “Mi Pequeño Manhattan…”

La Piba

Por Germán Ubillos Orsolich (*) /html> p>

domingo 31 de julio de 2016, 18:28h
La Piba

01AGO16.- No sé por qué ahora ciertas personas a las chicas jóvenes muy guapas y vistosas les llaman Pibas y si son impresionantes un Pibón. Hay que tener en cuenta que he tenido que escucharlo en ambientes diversos y la verdad es que a mí personalmente no me gusta el vocablo, quizá venga de la lejana Argentina, como tampoco me gustan el vocablo tan usado “yo diría”, en lugar de decir, digo o afirmo.

“Obviamente” también se ha puesto de moda y tampoco me convence, me gusta decir “por supuesto” o “desde luego”. Esto ha ocurrido varias veces a lo largo de mi vida. Son adjetivos o vocablos que corren de boca en boca como la pólvora hasta ponerse de moda y es entonces cuando me acaban fastidiando pero con todo sé que igual que llegan se marchan y así siempre una y otra vez.

El adjetivo “piba” aplicado a una chiva joven y muy guapa de cuerpo escultural y ojos y boca inefables lo ha utilizado mi propia esposa ante mi sorpresa para definir lo que ocurrió la otra tarde.

Se jubilaba en Madrid mi podólogo, un hombre de una enorme sabiduría, calidad humana y profesional y manos de terciopelo. Como estábamos descasando en “El Espinar” (Segovia) decidimos hacer una rápida incursión en un Madrid achicharrante, ir y volver en sendos autobuses climatizados y entre medias otros dos taxis también refrigerados. En eso de los horarios mi mujer es un hacha y todo iba cronometrado como en las películas de James Bond, pero a lo que vamos, el asunto de la Piba fue a la ida, de El Espinar a Madrid, íbamos sentados en la fila segunda del moderno autocar, mi mujer a la derecha junto a la ventanilla y yo a la izquierda junto a la mía, de tal forma que las dos butacas del pasillo quedaban libres. Apenas habíamos arrancado y dado un par de vueltas de esas que dan los modernos autocares y que parecen naves espaciales por su suavidad, eran las 17,30 h de la tarde, cuando de pronto veo aparecer junto a mí a una chica impresionante que se me echaba encima. Tendría veinte y pico años, era morena, llevaba una ceñida minifalda negra muy cortita que dejaba ver sus piernas perfectas e interminables, los ojos bellísimos y almendrados, ligeramente agrandados gracias al rímel, la boca sensual de labios expresivos de rojo carmín, un talle increíble, una blusita semitransparente en cuya espalda perfecta podía adivinarse la cinta negra del sujetador de exquisita lencería.

Se iba a sentar junto a mí, el corazón me dio un vuelco, pero se acercó mucho, demasiado, me miró, me escrutó mejor dos veces muy intensamente, pensé por un instante que iba a ocurrir algo, quizá me quisiera decir algo inenarrable, quizá besarme o por qué no, matarme, un miembro de la yihad venida del otro mundo pero en ese mismo instante y sin darme tiempo a reaccionar cayó sentada junto a mi diagonalmente y tapándose la boca con la mano derecha - en su dedo anular un anillo precioso y un brazalete en el antebrazo- , se inclinó sorprendentemente hacia el suelo y vi como caían unas gotas de saliva y así de pronto comenzó a vomitar con tan buena fortuna dentro de la desgracia que yo lancé a mi esposa por encima de ella y a través del pasillo una bolsa de plástico que no sé porque llevaba entre mis manos – quizá de un almohadoncito – y capturándola y abriéndola en una micra de segundo que ni los “Harlem Globetrotters” hubiesen igualado, el vómito en chorro entró de lleno en la bolsa abierta. Mientras vomitaba sin parar yo contemplaba su espalda, su hombro, su brazo izquierdo y parte de su pierna levemente flexionada con un pequeño tatuaje.

Pensé en lo mal que se pasa, que te sientes morir, y en mi hermano y en mí mismo vomitando como locos por aquellas carreteras adoquinadas, llenas de baches, zigzagueantes y de adoquines acharolados, toda una infancia de vomitonas cuyo punto culminante fue un viaje al Cantábrico, con unos amigos que tenían un fabuloso caserío en el pintoresco pueblo de Villaverde de Trucíos (Santander).

Fue un viaje con unos amigos íntimos - inspectores de hacienda - que no olvidaré, unas comilonas pantagruélicas, unas curvas diabólicas y las sardinas que parecían saltar aún vivas de las bocas de mis amigos subiendo a una montaña llamada Colisa en un amanecer del mes de agosto.

Bueno, aquella chica impresionante dejó de vomitar y a mí se me revolvió el estómago y también a mi señora, no sé si del olor, del ruido, de los recuerdos o de ver simultáneamente a una joven de ensueño vomitando sus vísceras en todas las direcciones.

Al terminar, se levantó y se bajó del autocar que había parado, después creo que volvió a subirse y se sentó más atrás con otra bolsa de plástico mucho más pequeña.

Cuando llegamos al podólogo, lanzados en un taxi muy moderno y súper refrigerado, aún llevaba la impresión encima, me recordaba en algo a un filme del señor Bond o quizá a Cary Grant corriendo entre los arbustos con la avioneta detrás que le iba a ametrallar en la secuencia del filme “con la muerte en los talones”.

¿Qué sería de aquella beldad, tan preparada, tan sofisticada, tan hermosa que viajaba de El Espinar a Madrid en busca de algo o de alguien?. Nunca lo sabré.

Pero cuando lo recordamos es cuando irónicamente mi esposa la llama la Piba y a veces el Pibón.

(*) Germán Ubillos Orsolich es escritor, novelista, dramaturgo, ensayista y conferenciante.

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