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PENSAMIENTOS

La soledad

Por Gustavo Celedón - desde París - Francia

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:21h

La soledad no fue inventada en lo alto de una montaña. Más bien creció sobre la superficie de un estanque. De un estanque de ranas mudas. Un chico sobre el techo de un tren en marcha arroja una piedra y entonces las ondas se propagan sobre esta superficie. Una tras otra. Una sin otra.

Un amigo en Facebook publica sus opiniones, su música, sus artículos, pero nadie comenta o pincha el condenado “me gusta”. El laptop se descarga y justo en ese momento se corta el suministro eléctrico. Le energía nuclear sufrió un infarto o fue víctima de un secuestro. La gente se asoma por la ventana, alguien arroja un cigarro. Otro escupe. Alguien grita. De pronto una mano toca mi hombro y es como que la historia entera se hiciera presente. Pues hay recuerdos que pierden su recuerdo. La soledad se despertó. Sí, se despertó, abrió sus ojos, tomó conciencia, se dirigió hacia una ventana que pronto dejó de ser ventana para ser un balcón a 20.000 metros de altura. Te arrojaste sin pensarlo. Volvió a hacerlo. Sabía que ningún suelo lo esperaría, que más bien caía por el interior de una serpiente que lo digería. La serpiente no obstante estaba asustada. Desconcertada a la vez. Quiso poner sus huevos en el nido de una mujer gorda. Pero ésta, llorando, le cobró. 100 euros. Sólo tengo dólares, dijo la serpiente, de nombre B. De nombre D. De nombre L. De apellido C. La mujer se acomodó en su nido, en posición pensante. Pero la rama se quebró. Ningún pequeño arbusto estaba ahí para recogernos. Sólo caímos. Al menos somos dos los que caemos, dijiste. Pero prontamente te fuiste. No quisiste levantarte. Me tendiste tu mano pero para tirarme a no sé qué infierno. Luego partiste en tres aviones, en cuatro trenes, con 20 traiciones. Cerré los ojos y pronto pasó una rana por encima de mi rostro. Perseguía un estanque que estaba dibujado en la retina de su ojo. Logré agarrarla, pero en verdad ya no era yo quien la agarraba. Yo debía esperar. Dormido. Hasta que alguien tocara mi hombro.

Con su rana en el bolsillo se dirigió a renovar sus papeles. Hasta el día de hoy se mantenía a medio pelo entre la legalidad y la ilegalidad. Sus pechos estaban erectos pero su vagina estaba apretada por una horrenda cinta roja que colgaba amarrada sobre sus hombros. Curiosa, la rana, con su lengua, logró soltar la cinta, creyendo haber por fin llegado a su estanque. Tú, sin ninguna emoción, firmabas mientras tanto diez, 20 documentos. Sentiste una molestia, acomodaste tu pene y agarraste a la rana. Como si fueras sobre el techo de un tren en marcha, la arrojaste por sobre todos aquellos que en esos momentos se debatían entre la resignación y la amargura que nace y crece cuando se quiere formar parte. La rana voló repartiendo fecundación y prontamente todos se transformaron en ranas. Corrió hacia la puerta, seguro, como siempre. Salió de ese lugar y todos eran ya ranas. Ranas que a diferencia de Magnolia, no caían sino que, por el contrario, despegaban violenta, recta y rápidamente hacia las alturas. Derrumbaron aviones, satélites, conquistaron planetas e inundaron el reino de los cielos. Mientras tanto corría por las calles hasta que ingresó por una ventana, a una habitación. Simultáneamente publicó en Facebook y en Twitter lo que pasaba. Mientras, sus ojos retomaban su color natural. Sin embargo, no escribió nada sobre ranas que ascendían hacia el cielo. No escribió nada sobre una soledad que vino a incrustarse. Más bien algo sobre su preferencia por el chocolate amargo por sobre la mantequilla de cacao.

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